ABATIDO
Vamos a ver ahora los efectos que produjo en Elías el dejarse llevar por el temor. El mensaje que había recibido de Jezabel en el sentido de que iba a vengar la muerte de los profetas al día siguiente, llenó al tisbita de pánico. Dios creyó oportuno abandonarle a sí mismo, por el momento, para que aprendiera que el más fuerte es débil como el agua cuando Él retira su sostén, como sucedió con Samsón quien, cuando el Espíritu de! Señor se apartó de él, vino a ser un hombre tan impotente como los demás. No importa cuánto hayamos crecido en la gracia, cuán experimentados seamos en la vida espiritual y lo eminente de la posición que hayamos ocupado en el servicio del Señor; cuando Él retira de nosotros su mano sustentadora, la locura que mora en nuestros corazones por naturaleza se afirma, se apodera de nosotros y nos lleva al desatino. Eso es lo que ahora te sucedía a Elías. En vez de llevar la amenaza feroz de la reina al Señor y de pedirle que Él obrara, tomo' el asunto en sus manos y "fuese por salvar su vida” (I Reyes 19:3).
Dijimos en el capítulo anterior por qué permitió el Señor que su siervo sufriera un tropiezo en esa ocasión; pero además de lo ya expuesto, creemos que la huida del profeta constituía un castigo sobre Israel por la falta de sinceridad y consistencia de su reforma. “Era de esperar que, ante semejante manifestación pública y concluyente de la gloria de Dios, y de un resultado tan claro del encuentro entre M y Baal para honra de Elías y confusión de los profetas de Baal, y que tanto había complacido a todo el pueblo; después de haber visto la llegada del fuego y el agua en respuesta a la oración de Elías, y ambos como muestras de compasión hacia ellos: el uno como muestra de que su ofrenda era aceptada, y el otro para vivificar su herencia; era de esperar, decimos, que todos, como un solo hombre, se volverían en adoración al Dios de Israel, tomarían a Elías como guía y oráculo y, en adelante, él seria su primer ministro de estado, y sus directrices ley tanto para el rey como para el pueblo. Pero la realidad fue muy otra: abandonaron a quien Dios habla honrado; no le ofrecieron sus respetos ni se beneficiaron de su presencia; al contrario, la nación de Israel, para la que había sido y aún podía ser una gran bendición, pronto fue un lugar intolerable para él” (Matthew Henry). Su partida de Israel constituía un juicio sobre ellos.
En las Escrituras se exhorta a los hijos de Dios una y otra vez a no temer: “Ni temáis lo que temen, ni tengáis miedo" (Isaías 8:12). Mas, ¿cómo pueden obedecer este precepto las almas débiles y temblorosas? El versículo siguiente nos lo dice: "A Jehová de los ejércitos, a ÉL santificad; sea Él vuestro temor, y ÉL sea vuestro miedo.” Es el temor del Señor el que nos librará del temor del hombre: el temor filial a desagradar y deshonrar al que es nuestro amparo y fortaleza, nuestro pronto auxilio en las tribulaciones. “No temas delante de ellos”, dijo Dios a otro de sus siervos, y añadió: “porque contigo soy para librarte, dice Jehová” (Jeremías 1:8). La fe ha de darnos conciencia de su presencia para que todos los temores puedan ser ahuyentados. Cristo reprendió a sus discípulos por su temor: “¿Por qué teméis, hombres de poca fe?” (Mateo 8:26). “No temáis por el temor de ellos, ni seáis turbados” (I Pedro 3:14), son las palabras que debemos guardar en nuestro corazón.
En relación a la huída de Elías de Jezabel, se nos dice, en primer lugar, que “vino a Beerseba que es en Judá” (I Reyes 19:3). Allí, pensaba, encontraría un asilo seguro, por cuanto era fuera del territorio que Acab gobernaba; empero, ello era (como dice un viejo refrán) "salirse de la sartén para meterse en el fuego”, porque el rey de Judá era Josafat, cuyo hijo casó “una hija de Acab” (11 Reyes 8:18); y las familias de Josafat y Acab estaban tan íntimamente unidas que, cuando éste le pidió que se le uniera contra Ramot de Galaad, aquél declaró: "Como yo, así tú; y como mi pueblo, as! tu pueblo; y como mis caballos, tus caballos" (I Reyes 22:4). Siendo así, Josafat no hubiera dudado en entregarle a un fugitivo de su tierra tan pronto como hubiera recibido la orden de Acab y Jezabel de hacerlo. Por ello, Elías no se atrevió a permanecer en Beerseba sino que huyó aun más lejos.
Beerseba estaba situado hacia el extremo sur de Judea, y pertenecía a la herencia de Simeón. Se calcula que Elías y su acompañante recorrieron no menos de ciento cincuenta kilómetros en su viaje desde Jezreel hasta allí. Se nos dice después, que “dejó allí su criado”. En ello vemos el cuidado y la compasión hacia su servidor leal: estaba ansioso de librarle de las penalidades del desierto de Arabia, al que pensaba dirigirse. En este acto de consideración, el profeta da ejemplo a los amos, quienes no deberían obligar a sus subordinados a hacer frente a peligros innecesarios ni rendir servicios que estén por encima de sus posibilidades. Elías, además, deseaba estar solo con sus problemas, y no dar salida a su desaliento en presencia de otro. También esto es digno de imitar: cuando el temor y la incredulidad llenan el corazón y está a punto de dar expresión a su desfallecimiento, el cristiano debería retirarse de la presencia de otros para no contagiarles su enfermedad y agitación. Que descargue su corazón en el Señor, y respete los sentimientos de sus hermanos.
"Y él se fue por el desierto un día de camino” (v. 4). En ello nos es dado ver otro resultado del temor y la incredulidad: produce turbación y agitación de modo que el alma se llena de un espíritu de desasosiego. ¿Cómo puede ser de otro modo? El alma no halla paz sino en el Señor, al comunicarle y confiarle todos los pesares. “Los impíos son como la mar en tempestad, que no puede estarse quieta” (Isaías 57:20); es así de necesidad, por cuanto son ajenos al Dador de paz -“camino de paz no conocieron” (Romanos 3:17). Cuando el cristiano no está en comunión con Dios, cuando toma las cosas por su cuenta, cuando no ejercita la esperanza y la fe, su caso no es mejor que el de los no regenerados, porque se aísla de su consolación y se siente completamente desdichado. El contentamiento y el deleite en la voluntad del Señor no son ya su porción; a causa de ello, su mente está turbada, está desmoralizado y busca en vano encontrar alivio en el torbellino incesante de las diversiones y en la actividad febril de la carne. Ha de moverse sin cesar, por que está completamente perturbado; se fatiga inútilmente en ejercicios vanos, hasta que su vigor natural se ha agotado.
Seguid al profeta mentalmente. Se afana hora tras hora bajo el sol abrasador, llagados sus pies por la arena ardiente, solo en el desierto lúgubre. Por fin, la fatiga y la angustia vencieron su robusta naturaleza y "vino y sentóse debajo de un enebro; y deseando morirse” (v. 4). Lo primero que queremos mencionar en relación a esto, es que, a pesar de lo descorazonado y desalentado que estaba, Elías no atentó contra su persona. Aunque, por el momento, Dios había retirado su presencia confortadora y, en cierto modo le había privado de su gracia moderadora, no entregó, ni lo hace jamás, a uno de los suyos de modo total al poder del diablo.
“Deseando morirse.” La segunda cosa que queremos mencionar es la inconsistencia de su conducta. La razón de que Elías dejara Jezreel de modo tan precipitado al oír la amenaza de Jezabel era "salvar su vida”, y ahora deseaba que le fuera quitada. Podemos percibir en ello otro resultado más que se produce cuando la incredulidad y el temor se apoderan del corazón. No sólo obramos de modo necio y equivocado, y nos llenamos de un espíritu de inquietud y descontento, sino que perdemos el equilibrio, el alma pierde su fuerza, y dejamos de obrar consecuentemente. La explicación es muy sencilla: la' verdad es uniforme y armónica, mientras que el error es multiforme e incongruente; pero, para que la verdad nos domine de modo eficaz, la le ha de estar en acción constante. Cuando la fe deja de obrar en nosotros, nos convertimos en seres erráticos e informales y, como dicen los hombres, venirnos a ser "un manojo de contradicciones". La consistencia en el carácter y en la conducta depende del caminar constante con Dios.
Es muy probable que sean pocos los siervos de Dios que en alguna ocasión no haya deseado quitarse el arnés y abandonar las fatigas del combate, especialmente cuando sus esfuerzos parecen vanos y se inclinan a considerarse seres inútiles. Cuando Moisés exclamó: "No puedo yo solo soportar a todo este pueblo, que me es pesado en demasía", añadió en seguida: "Y si así lo haces Tú conmigo, yo te ruego que me des muerte" (Números 11:14,15). Del mismo modo, Jonás oró: "Ahora pues, olí Jehová, ruégote que me mates; porque mejor me es la muerte que la vida" (4:3). Este deseo de ser quitados de este mundo de aflicción no es exclusivo de los ministros de Cristo. Muchos son los que, en ocasiones, son llevados a decir como David: "¡Quién me diese alas como de paloma! Volaría yo, y descansaría” (Salmo 55:6). Aunque nuestra estancia aquí es corta, nos parece larga, muy larga, a muchos de nosotros; y aunque no podemos vindicar a Elías por su displicencia e impaciencia, podemos en verdad sentir afinidad con él bajo el enebro, por cuanto muchas veces nos hemos sentado debajo del mismo.
Además, debe señalarse que hay una diferencia radical entre el desear ser librado de un mundo de penas y desilusiones, y el desear ser librado de este cuerpo de muerte para estar presente con el Señor. Esto último fue lo que movió al apóstol a exclamar: "Teniendo deseo de ser desatado, y estar con Cristo, lo cual es mucho mejor” (Filipenses 1:23). El deseo de librarse de la pobreza abyecta y de la enfermedad consumidora, es natural; pero el anhelo de librarse de un mundo de iniquidad y de un cuerpo de muerte para disfrutar de una comunión sin nubes con el, Amado, es verdaderamente espiritual. Una de las mayores sorpresas de nuestra vida cristiana ha sido el tropezarnos con pocas personas que abrigaran este último deseo. La mayoría de los que profesan ser cristianos están tan aferrados a este mundo, tan enamorados de esta vida, o quizá tan temerosos del aspecto físico de la muerte, que se asen a la vida con tanta tenacidad como los que profesan no creer nada. El cielo no puede ser muy real para ellos. Es verdad que debemos esperar con sumisión la hora designada por Dios, pero ello no ha de excluir ni vencer el deseo de "ser desatado, y estar con Cristo”.
Pero no perdamos de vista que, en medio del desaliento, Elías se volvió a Dios y dijo: "Baste ya, oh Jehová, quita mi alma; que no soy yo mejor que* mis padres (v. 4). Por muy abatidos que estemos, por agudo que sea nuestro dolor, el privilegio del creyente siempre es descargar el corazón ante Aquél que es un amigo "más conjunto que el hermano", y derramar nuestras quejas en sus oídos comprensivos. V no cerrará los ojos al mal; sin embargo, se compadece de nuestras debilidades. No es que V vaya a concedernos todas nuestras peticiones, porque muchas veces "pedirnos mal" (Santiago 4:3); no obstante, si nos niega lo que deseamos es porque tiene algo mejor para nosotros. Así fue en el caso de Elías. El Señor no quitó su vida en esa ocasión, ni tampoco lo hizo más adelante, por cuanto Elías fue arrebatado al cielo sin que viera muerte. Elías es uno de los dos únicos hombres que entraron en el cielo sin pasar por los umbrales de la tumba. Con todo, Elías tuvo que esperar la hora de Dios antes de subir en Su carro.
"Baste ya, OH Jehová, quita mi alma; que no soy yo mejor que mis padres.” Estaba cansado de la oposición incesante que había sufrido, y hastiado de la lucha. Estaba descorazonado en su labor, que consideraba inútil. He luchado con todas mis fuerzas, pero ha sido en vano; he trabajado toda la noche, pero no he logrado nada. Era el lenguaje de la frustración y el enojo: "Baste ya” -no estoy dispuesto a luchar por más tiempo, he hecho y sufrido bastante; déjame marchar de aquí-. No estamos seguros de lo que quiso decir al exclamar: "No soy yo mejor que mis padres.” Es posible que alegara su debilidad e incapacidad: no soy más fuerte que ellos, no soy más capaz que ellos de hacer frente a las dificultades a las que se enfrentaron. Quizá hizo alusión a la infructuosidad de su ministerio: mi labor no produce ningún resultado, no tengo más éxito que ellos. 0 quizá dejaba entrever su descontento por el hecho de que Dios no hubiera hecho lo que él esperaba que hiciese. Estaba totalmente desalentado y deseaba dejar la palestra.
Ved una vez más las consecuencias producidas por el ceder ante el temor y la incredulidad. Elías se veía ahora en el abismo de la desesperación, una experiencia que han tenido la mayor parte de los hijos del Señor en alguna ocasión. Habla abandonado el lugar al que Dios le había llevado, y estaba gustan (lo los efectos amargos de su conducta obstinada. De su vida habían desaparecido todos los goces; el gozo del Señor ya no era su fortaleza. Cuando dejamos el camino de la justicia nos separamos de los manantiales de refrigerio espiritual, y nuestra morada viene a ser un “desierto". Y allí nos sentimos en completa desesperación, solos en nuestra miseria, porque no hay nadie que pueda consolarnos cuando estamos en semejante estado. Deseamos que la muerte ponga fin a nuestro dolor. Si probamos de orar, sólo el murmullo de nuestro corazón halla salida, es decir, hágase mi voluntad y no la tuya.
¿Cuál fue la respuesta del Señor? ¿Cerró los ojos con aversión a semejante cuadro, dejando que su siervo extraviado recogiera lo que habla sembrado, y sufriera todo lo que su incredulidad merecía? ¿Se negará el buen Pastor a cuidar la oveja perdida que yace impotente en el camino? ¿Negará sus cuidados el gran Médico a uno de sus pacientes cuando más le necesita? Alabado sea el nombre del Señor que "es paciente para con nosotros, no queriendo que ninguno perezca". "Como el padre se compadece de los hijos, se compadece Jehová de los que le temen” (Salmo 103:13). Así fue en esa ocasión: el Señor manifestó su piedad por su siervo rendido y desconsolado del modo más lleno de gracia, por cuanto la siguiente cosa que leemos es que, "echándose debajo del enebro, quedóse dormido” (v. 5). Pero existe el peligro de que, en estos días en que el nombre de Dios es de tal modo deshonrado, cuando hay tan pocos que se den cuenta de que "a su amado dará Dios el sueño" (Salmo 127:2), perdamos de vista la importancia de este hecho. Era algo mejor que "el curso normal de la naturaleza"-. Era que el Señor daba descanso a su trabajado profeta.
Cuán a menudo, en nuestros días, se pierde de vista que el Señor cuida, no sólo de las almas de sus santos, sino también de sus cuerpos. Los creyentes, en mayor o menor grado, lo reconocen así en lo referente a la comida y el vestido, la salud y la fortaleza, pero muchos lo ignoran en lo referente al punto que estamos tratando. El sueño es imprescindible para nuestro bienestar físico, tanto como puedan serlo la comida y la bebida, y tanto éstos como aquél son dádivas de nuestro Padre celestial. No podemos dormirnos gracias a nuestros esfuerzos o voluntad, como saben muy bien los que padecen insomnio. Ni tampoco el ejercicio físico ni el trabajo manual en sí mismos puede asegurarnos el sueño; ¿no os habéis echado nunca estando casi exhaustos y habéis descubierto que estabais "demasiado cansados para poder dormir”? El sueño es una dádiva divina, pero el hecho de que tenga lugar cada noche hace que seamos ciegos a esta verdad.
Cuando Dios lo cree conveniente, nos priva del sueño, y tenemos que decir con el salmista: "Tenlas los párpados de mis ojos” (77:4). Pero ello constituye, no la regla, sino la excepción, y deberíamos estar profundamente agradecidos de que sea así. Día a día, el Señor nos alimenta, y cada noche da el sueño a su amado. De ahí que, en este pequeño detalle -el de que Elías durmiera debajo del enebro- que es muy posible que pasemos por alto sin darle importancia, percibimos la mano llena de gracia de Dios ministrando con ternura a las necesidades de aquel a quien ama. SI, el Señor "se compadece de los que le temen"; y, ¿por qué? “Porque ÉL conoce nuestra condición; acuérdase que somos polvo” (Salmo 103:14). Él tiene cuidado de nuestra flaqueza, y templa su viento de acuerdo con ella; se da cuenta de cuando hemos gastado todas las energías, y renueva con amor nuestra fortaleza. Su propósito no era que su siervo muriera de agotamiento en el desierto después de su larga huída desde Jezreel; por ello fortaleció misericordiosamente su cuerpo con el sueño reparador. Y es con la misma compasión que nos trata a nosotros.
Qué poco nos conmueve la bondad del Señor y su gracia para con nosotros. El hecho de que sus misericordias, tanto temporales como espirituales, se repitan indefectiblemente, nos lleva a considerarlas cosa corriente. Nuestro entendimiento está tan embotado, nuestro corazón es tan frío para con Dios, que es de temer que la mayor parte del tiempo dejamos de reconocer de quién es la mano amorosa que nos provee de todas las cosas. Ésta es la causa de que no nos demos cuenta del valor de la salud hasta que la perdemos, y de que, mientras no tenemos que sufrir noche tras noche revolviéndonos en el lecho del dolor, no valoremos como se merece el sueño normal con el que somos favorecidos. Somos unas criaturas tan viles que, cuando vienen sobre nosotros la enfermedad y el insomnio, en vez de aprovecharlos para arrepentirnos de nuestra pasada ingratitud confesándola con humildad ante Dios, murmuramos y nos quejamos de la porción que nos ha tocado, y nos preguntamos qué liemos hecho para merecer semejante trato. Ojalá todos los que todavía gozamos de la bendición que constituye la salud y el sueño diario no dejáramos de dar las gracias por tales privilegios y procuráramos gracia para usar el vigor que los mismos nos proporcionan para la gloria de DIOS.