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BERESHIT ELOHIM MINISTERIO

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EL SONIDO DE UNA GRANDE LLUVIA

19.05.2014 14:44

 

En las Escrituras se habla mucho de la lluvia; sin embargo, las enseñanzas que de ella se desprenden son totalmente desconocidas por la inmensa mayoría en la cristiandad actual. En esta era atea y materialista, Dios, no sólo no ocupa el lugar que le corresponde en los corazones y las vidas de las gentes, sino que, además, está excluido de sus pensamientos y, virtualmente, del mundo que É1 creó. Aparte de un remanente insignificante de personas a las que se califica de necias y fanáticas, nadie, en la actualidad, cree que él ordena las estaciones, controla los elementos y regula los fenómenos meteorológicos. Es necesario que los siervos de Jehová expongan la relación que Dios mantiene con su creación, y su intervención y gobierno en todos los asuntos de la tierra; que proclamen que el Altísimo preordinó en la eternidad todo lo que tiene lugar aquí abajo, y que declaren que Él está llevando a cabo lo que predeterminó, y esta haciendo todas las cosas según el consejo de su voluntad".

 La preordinación de Dios alcanza a las cosas materiales lo mismo que a las espirituales, y abarca los elementos de la tierra lo mismo que las almas de los hombres, según se revela claramente en su Palabra Santa. "Él hizo ley (la misma palabra hebrea qué en el Salmo 2:7) a la lluvia" (Job 28:26), predestinando cuando, dónde y cuanto había de llover, del mismo modo que "poma a la mar su estatuto, y a las aguas, que no pasasen su mandamiento" (Proverbios 8:29), y "al mar por ordenación eterna, la cual no quebrantará, puse arena por término. Se levantaran tempestades, mas no prevalecerían" (Jeremías 5:22). El número exacto, la duración y la intensidad de las lluvias lo fijado la divina voluntad de modo eterno e inalterable, y los términos precisos de cada océano y cada río han sido determinados de modo exacto por orden del Soberano de cielos y tierra.

Leemos que Dios, con arreglo a su preordinación, "prepara la lluvia para la tierra" (Salmo 147:8). "Yo haré llover sobre la tierra" (Génesis 7:4), dijo el Rey del firmamento, y ninguna de sus criaturas puede impedirlo. Su promesa preciosa es: "Yo daré vuestra lluvia en su tiempo" (Levítico 26:4); aun así, qué poco se reconoce y aprecia el cumplimiento de la misma. Por otra parte, tl declaró: "Yo os detuve la lluvia... e hice llover sobre una ciudad, y sobre otra ciudad no hice llover: sobre una parte llovió; la parte sobre la cual no llovió, secóse" (Amós 4:7; véase Deuteronomio 11:17); y otra vez, "aun a las nubes mandaré que no derramen lluvia" (Isaías 5:6), y todos los científicos, de la tierra son incapaces de revocar esta orden. Y es por ello que nos demanda: "Pedid a Jehová lluvia" (Zacarías 10:1), para que reconozcamos nuestra dependencia de Él.

Lo que acabamos de señalar queda demostrado, de modo asombroso y convincente en la parte de la historia de Israel que estamos considerando. Por espacio de tres años y medio, no había habido lluvia ni rocío sobre la tierra de Samaria, y ello no era resultado de la casualidad ni del destino ciego, sino del juicio divino que habla caído, sobre un pueblo que había dejado a Jehová para ir en pos de dioses falsos. Al examinar, desde las alturas del Carmelo, el país empobrecido por la sequía, debía de ser difícil reconocer que aquó1 era el jardín que el Señor había descrito como "tierra de arroyos, de aguas, de fuentes, de abismos que brotan por vegas y montes; tierra de trigo y cebada, y de vides, e higueras, y granados; tierra de olivas, de aceite, y de miel; tierra en la cual no comerás el pan con escasez, no te faltará nada en ella" (Deuteronomio 8:7-9). Pero, también había dicho que, "tus cielos que están sobre tu cabeza, serian de metal; y la tierra que esta debajo de ti, de hierro. Dará Jehová por lluvia a tu tierra polvo y ceniza" (Deuteronomio 28:23 24). Esa maldición terrible había llegado de modo literal, y en ello podernos ver las horribles consecuencias del pecado. Dios soporta con mucha mansedumbre la desobediencia de una nación, lo mismo que hace con los individuos; mas, cuando tanto los lideres como el pueblo apostatan y levantan ídolos en el lugar que le corresponde sólo a Él, tarde o temprano hace saber de modo inequívoco que él no será burlado impunemente, y entonces, "enojo e ira, tribulación y angustia" vienen a ser su porción. ¡Qué tardas para aprender esta sana lección son las naciones favorecidas con la luz de la Palabra de Dios!; parece como si la mejor escuela fuera la de la experiencia dura. El Señor había cumplido su terrible amenaza por mano de Moisés, y había llevado a cabo sus palabras por medio de Elías (I Reyes 17:1); y ese juicio espantoso no podía ser quitado hasta que, al menos el pueblo, reconociera sin rebozo a Jehová como el verdadero Dios. Como señalamos al final de un capitulo anterior, no podía esperarse favor alguno de Dios hasta que el pueblo se volviera a la obediencia a ti; y en otro capitulo, dijimos que ni Acab ni sus súbditos estaban en un estado de alma que les permitiera recibir sus bendiciones y misericordias. Dios les habla juzgado posibles pecados, y por el momento, no habían visto en ello la vara del Señor, ni puesto fin a lo que había ocasionado su desagrado.

Pero, el milagro maravilloso que había tenido lugar en el Carmelo cambió por completo el estado de cosas. Cuando, en respuesta a la oración de Elías, cayó fuego del cielo, todos los del pueblo "cayeron sobre sus rostros, y dijeron: ¡Jehová es el Dios! ¡Jehová es el Dios!" Y cuando Elías les mandó prender a los falsos profetas de Baal y que no dejaran escapar a ninguno, cumplieron sus órdenes con prontitud, y ni el rey ni ellos ofrecieron resistencia alguna cuando el profeta los llevó al arroyo de Cisón y los degolló (I Reyes 18:39,40). De este modo, el mal fue quitado de ellos, y se abrió el camino para la bendición visible de Dios. M aceptó bonda8osamente esto como su enmienda, y, en consecuencia, quitó de ellos el severo castigo. Este es siempre el orden de las cosas: el juicio prepara el camino para la bendición; al   fuego terrible sigue la esperada lluvia. Así que un pueblo se postra como debe ante Dios y rinde el homenaje que a le corresponde, desciende del cielo la lluvia refrescante.

Mientras Elías actuaba de ejecutor de la justicia contra los profetas de Baal, quienes hablan sido los principales agentes de la rebelión nacional contra Dios, Acab debía mantenerse a distancia, como testigo reacio de aquel terrible acto de venganza, sin al  reverse a resistir la explosión popular de indignación, ni a intentar proteger a los hombres que ó1 mismo había introducido y mantenido. Y ahora, ante sus ojos yacían los cuerpos victimas de una muerte espantosa a orillas del Cisón. Cuando el último de los profetas de Baal hubo mordido el polvo, el intrépido tisbita se volvió al rey y le dijo: "Sube, come y bebe; porque una grande lluvia suena" (I Reyes 18:41). ¡Qué peso debían de quitar estas palabras del corazón del rey culpable! Grande debía ser su temor al   contemplar con impotencia la muerte de sus profetas, temblando al   pensar que, en cualquier momento, Aquél a quien había despreciado de modo tan patente y al   que había insultado con tanta arrogancia, podía dictar alguna sentencia terrible contra É1. Por el contrario, se le permitió alejarse sin sufrir daño alguno del lugar de la ejecución; es más, se le dijo que fuera a comer y beber!

¡Qué bien conocía Elías al hombre con el que se enfrentaba! No le pidió que se humillara bajo la poderosa mano de Dios y que confesara públicamente su impiedad, y mucho menos que se uniera a ÉI en acción de gracias por el milagro maravilloso y lleno de gracia que había presenciado. Todo lo que le importaba a este hombre cegado por Satanás era comer y beber. Como a1guien ha señalado, era corno si el siervo del Señor le hubiese dicho: "Sube, ve donde tienes plantadas tus tiendas, allí en el llano ancho y elevado. El banquete está preparado en tu pabellón dorado, tus lacayos te esperan; ve, come y banquetea. Pero, ve deprisa, por cuanto, ahora que la tierra está limpia de los sacerdotes traidores y Dios está de nuevo entronizado en su lugar, la lluvia no puede tardar. ¡Corre, pues!; no vaya la lluvia a detener tu carroza." La hora, señalada para sellar la ruina, del rey no había, llegado, aún; entretanto, se le permitía engordar, como una bestia, para ser muerto. Es inútil reconvenir a los apostatas (compárese Juan 13:27).  “Porque una grande lluvia suena". No hace falta decir que Elías no se refería a un fenómeno natural. Mientras hablaba, el cielo estaba, despejado, por cuanto, cuando, el criado del profeta miraba, hacia el mar tratando de descubrir algún presagio de lluvia, declaró: "No hay nada" (v. 43); y más tarde, cuando miró por séptima vez, todo lo que pudo ver fue "una pequeña nube". Cuando se nos dice que Moisés "se sostuvo como viendo al Invisible" (Hebreos 11:27), no quiere decir que viera a Dios con los ojos de su cuerpo, y cuando Elías anunció que una grande lluvia suena", ese sonido no era audible para el oído corporal. Fue "por el oír de la fe" (Gálatas 3:2) que el profeta supo que la esperada lluvia estaba al llegar. "Porque no hará nada el Señor Jehová, sin que revele su secreto a sus siervos los profetas" (Amós 3:7), y la revelación que se le dio a conocer la recibió por fe.

Cuando Elías aún moraba con la viuda en Sarepta, el Señor le dijo: "Ve, muéstrate a Acab, y Yo daré lluvia, sobre la haz de la tierra" (18:1), y el profeta creyó que Dios haría, lo que decía; y en el versículo que estamos considerando ahora habla como si estuviera sucediendo, porque estaba, seguro de que su Señor no dejaría de cumplir lo que había dicho. Es así cómo obra siempre la, fe espiritual y sobrenatural: "Es pues la, fe la sustancia, de las cosas que se esperan, la demostración de las cosas que no se ven" (Hebreos 11:1). La naturaleza de esta, gracia que procede de Dios es el acercarnos las cosas que están lejos: la fe ve las cosas prometidas come, si ya, se hubieran cumplido. La fe da, a las cosas futuras una existencia presente, es decir, las verifica en la mente, dándoles realidad y corporeidad. Está escrito de los patriarcas que, "conforme a la fe murieron todos estos sin haber recibido las promesas, sino mirándolas de lejos" (Hebreos 11:13); aunque durante sus vidas no se cumplieron las promesas, las vieron con sus ojos de águila.

"Una grande lluvia suena." ¿No percibe el lector el tenor espiritual de tales palabras? Ese "sonido" no lo oyó Acab, ni siquiera nadie de los que estaban reunidos en el monte Carmelo. Las nubes todavía no existían, y, no obstante, oía lo que iba a tener lugar. Si nosotros estuviéramos mas separados del ruido de este mundo, si estuviéramos en comunión más intima con Dios, nuestros oídos estarían más afinados para oír sus susurros suaves; si la Palabra divina morara más poderosamente en nosotros y nuestra fe en ella estuviera más ejercitada, oiríamos lo que es inaudible para el entendimiento embotado de la mente carnal. Elías estaba tan seguro de la llegada de la lluvia prometida como si ya hubiera oído sonar las primeras gotas sobre las rocas o la hubiera visto caer torrencialmente. Ojalá "creyéramos y saludáramos" más las promesas de Dios, viviendo y regocijándolos en ellas, y andando por fe en ellas, porque fiel es El que prometió. El cielo y la tierra pasaran antes de que una sola de sus palabras deje de cumplirse.

"Y Acab subió a comer y a beber" (v. 42). Los puntos de vista que, acerca de estas palabras, expresan los comentaristas, se nos antojan carnales o forzados. Algunos consideran el acto del rey como lógico y prudente; como no habla comido ni bebido nada desde primeras horas de la mañana y era ya una hora avanzada, creen que obró natural y cuerdamente al dirigirse a su hogar con el propósito de poner fin a su prolongado ayuno. No obstante, hay un tiempo para cada cosa, e inmediatamente después de haber presenciado la manifestación más extraordinaria del poder de Dios no era la mejor ocasión de dar gusto a la carne. Tampoco Elías había comido nada y, sin embargo, estaba lejos de procurarse las necesidades de su cuerpo en aquellos momentos. Hay otros que ven en ello la evidencia de un espíritu sumiso en Acab: qué obedecía con mansedumbre las órdenes del profeta. Qué extraño es semejante concepto; lo que menos caracterizó al rey apóstata fue la sumisión a Dios o a su siervo. La razón por la cual asintió con presteza en esta ocasión fue que, el hacerlo, satisfacía sus apetitos carnales y le permitía dar gusto a su sensualidad. "Y Acab subió a comer y a beber." ¿No ha registrado el Espíritu Santo este detalle más bien para mostrarnos la dureza y la insensibilidad del corazón del rey? Durante tres años y medio la sequía habla agostado sus dominios y habla producido una terrible hambre. Ahora, al saber que iba a llegar la lluvia, quizá se volvería a Dios y le daría gracias por su bondad. Había visto la completa vanidad de sus ídolos y el fracaso de Baal, y sido testigo del juicio terrible de sus profetas; con todo, nada de ello le causó impresión a1guna: permaneció impenitente en su pecado. Dios no ocupa lugar en sus pensamientos; su único pensamiento era que la lluvia iba a llegar, y que, por lo tanto, podía disfrutar sin obstáculo; por consiguiente, fue a celebrarlo. Mientras sus súbditos sufrían los rigores del azote divino, ó1 sólo se preocupaba de salvar su caballada (18:5); y ahora que sus sacerdotes devotos hablan muerto por centenares, é1 sólo pensó en el banquete que le aguardaba en su pabellón. ¡Embrutecido y sensual hasta el último extremo, aunque estuviera vestido con la túnica real de Israel!

No se piense que Acab era un caso excepcional de torpeza; por el contrario, véase en su conducta en esta ocasión una ilustración y un ejemplo de la muerte espiritual que es común a todos los no regenerados: vacíos de cualquier pensamiento serio acerca de Dios, inafectados por la mis solemne de sus providencias o la mis maravillosa de sus obras, sin importarles mis que las cosas del presente y de los sentidos. Podemos leer cómo Belsasar y sus nobles banqueteaban al mismo tiempo que los persas sembraban la muerte a las puertas de la ciudad de Babilonia. Se nos dice que Nerón tocaba la lira mientras Roma ardía; y que uno de los apartamentos del palacio de Whitehall estaba lleno de una multitud entregada a la frivolidad, mientras Guillermo de Orange desembarcaba en Tor Bay. Y hemos vivido lo bastante para ver las masas, embriagadas de placer, danzando y divirtiéndose mientras aviones enemigos hacían llover muerte y destrucción sobre ellos. Tal es la naturaleza humana de todas las épocas: mientras puedan comer y beber, las gentes obran sin pensar en los juicios de Dios e indiferentes a su destino eterno. ¿No es así en tu caso, querido lector? Aunque seas preservado externamente, ¿hay alguna diferencia en lo interior?

"Y Elías subió a la cumbre del Carmelo; y postrándose en tierra, puso su rostro entre las rodillas" (v. 42). ¿No confirma ello lo que hemos dicho anteriormente? Qué contraste más grande el que se presenta aquí: el profeta, lejos de desear la compañía jovial del mundo, ansió estar a solas con Dios; lejos de pensar en las necesidades de su cuerpo, se ocupó de las de su espíritu. El contraste entre Elías y Acab no era sólo de temperamento personal y de gustos, sino que era la diferencia que existe entre la vida y la muerte, entre la luz y las tinieblas. Pero esa, antitesis radical no siempre es aparente para la vista del hombre: el que ha sido regenerado puede caminar carnalmente, y el no regenerado puede ser muy respetable y religioso. Son las crisis de la vida las que revelan los secretos de nuestro corazón y ponen de manifiesto si somos realmente nuevas criaturas en Cristo o meros seres mundanos blanqueados. Es nuestra reacción a las interposiciones y los juicios de Dios lo que saca a la superficie lo que está dentro de nosotros. Los hijos de este mundo pasaran el tiempo en festines y orgías, aunque el mundo corra hacia su destrucción; pero los hijos de Dios acudirán al abrigo del Altísimo y morarán bajo la sombra del Omnipotente.

"Y Elías subió a la cumbre del Carmelo; y postrándose en tierra, puso su rostro entre las rodillas." Hay varias lecciones importantes aquí que los ministros del Evangelio harían bien en guardar en su corazón. Elías no esperó a recibir las congratulaciones del pueblo por el éxito de su encuentro con los falsos profetas, sino que se retiró de la vista de los hombres para estar solo con Dios. Acab acudió presto a su fiesta carnal, pero el profeta, como el Señor, tenia "una comida que comer" que los otros no conocían (Juan 4:32). Por otro lado, Elías no llegó a la conclusión de que podía descansar después de haber cumplido su ministerio público, sino que deseó dar las gracias a su Señor por su gracia soberana en el milagro que había llevado a cabo. El predicador no debe pensar que, cuando la congregación se ha dispersado, su trabajo ha concluido: necesita buscar la comunión con Dios, pedirle su bendición sobre su trabajo, alabarle por lo que É1 ha obrado, y suplicarle más manifestaciones de su amor y misericordia.