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BERESHIT ELOHIM MINISTERIO

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EN EL DESIERTO

09.06.2014 17:13

 

La porción de los hijos de Dios es variada y sujeta a cambios frecuentes. No podemos esperar que sea de otro modo mientras estemos en este mundo donde no hay nada estable: la mutabilidad y la fluctuación caracterizan todo lo que hay debajo del sol. El hombre nace para la aflicción como las centellas se levantan para volar por el aire, y la experiencia común a todos los santos no constituye excepción a esta regla general. "En el mundo tendréis aflicción" (Juan 16:33), advirtió Cristo claramente a sus discípulos; "mas", añadió, "confiad, yo he vencido al mundo”, y por lo tanto, participaréis de mi victoria. Con todo, a pesar de que la victoria es cierta, sufren muchas derrotas por el camino. No disfrutan de un verano continuo en sus almas; empero no siempre es invierno para ellos. Su travesía por el mar de la vida es parecida a la de los marineros en el océano: “Suben a los cielos, descienden a los abismos; sus almas se derriten con el mal. Claman empero a Jehová en su angustia, y líbralos de sus aflicciones” (Salmo 107:26,28).

Así es, también, con los siervos de Dios. Es verdad que disfrutan de muchos privilegios ajenos al resto de los creyentes, pero tienen que responder de ellos. Los ministros del Evangelio no han de gastar la mayor parte de su tiempo y energías entre los infieles, afanándose por ganar su sustento; por el contrario, están resguardados del contacto constante con los impíos, y pueden y deben emplear la mayor parte de su tiempo en el estudio, la meditación y la oración. Además, Dios les ha otorgado dones especiales de carácter espiritual: una mayor medida de su Espíritu y una visión profunda de su Palabra, que debería capacitarles mucho más para hacer frente a las pruebas de la vida. Con todo, la "tribulación" también es su porción mientras están en este desierto de pecado. La corrupción que mora en ellos no les da descanso de día ni de noche, y el diablo hace de ellos los principales objetos de su malevolencia, buscando siempre enturbiar su paz y destruir el bien que pueden hacer, descargando sobre ellos todo el furor de su odio.

Es justo que se espere mucho más del ministro del Evangelio que de los demás. Se requiere de él que sea "ejemplo de los fieles en palabra, en conversación (conducta), en caridad, en espíritu, en fe, en limpieza” (I Timoteo 4:12); y el mostrarse “en todo por ejemplo de buenas obras; en doctrina haciendo ver integridad, gravedad" (Tito 2:7). Pero, aunque sea un "hombre de Dios”, es un “hombre” y no un ángel, y está rodeado de flaqueza e inclinado al mal. Dios ha depositado su tesoro en "vasos de barro” -no acero u oro- que se rompen y echan a perder con facilidad y que no tienen valor alguno, "para que”, añade el apóstol, “la alteza del poder sea de Dios, y no de nosotros" (II Corintios 4:7); es decir, el glorioso Evangelio que proclaman los ministros no es el producto de sus cerebros, y los efectos benditos que produce no son debidos, tampoco, a su destreza. No son más que instrumentos, débiles y sin valor en si mismos; su mensaje procede de Dios, y sus frutos son debidos únicamente al Espíritu Santo, de modo que no tienen motivo alguno de vanagloria; y asimismo, los que se benefician de sus esfuerzos no tienen razón alguna de hacer de ellos héroes, ni de considerarles seres superiores que merecen ser tenidos como dioses de menor cuantía.

El Señor es muy celoso de su honor y no compartirá su gloria con nadie. Su pueblo profesa creer esto como verdad fundamental, pero, aun así, acostumbra a olvidarlo. También ellos son humanos e inclinados a adorar a los héroes, dados a la idolatría y a rendir a las criaturas lo que sólo pertenece al Señor. De ahí que sufran tantos desengaños al comprobar que su ídolo querido es, como ellos mismos, hecho de barro. Para formar su pueblo, Dios ha escogido "lo necio del mundo", "lo flaco del mundo”, "lo vil" y "lo que no es”, "para que ninguna carne se jacte en su presencia” (I Corintios 1:27-29). Él ha llamado a hombres pecadores, aunque regenerados, y no a ángeles para que predicaran su Evangelio a fin de hacer evidente que "la alteza del poder” al llamar a los pecadores de las tinieblas a su luz admirable no estriba en ellos ni procede de ellos, sino que sólo Él es el que da el crecimiento a la semilla por ellos sembrada: 'Así que, ni el que planta (el evangelista) es algo, ni el que riega (el maestro); sino Dios” (I Corintios 3:7).

Es por esta razón que Dios permite que resalte el hecho de que los mejores hombres no son más que hombres. Por ricos que sean en dones, por eminentes que sean en el servicio de Dios, por mucho que Él los honre y los use, si su poder sustentador se apartara de ellos por un momento, se vería en seguida que soy, "vasos de barro”. Ningún hombre puede mantenerse por más tiempo del que la gracia divina le sostiene. El más experimentado de los santos, por si mismo es tan frágil como una pompa de jabón y tan asustadizo como un ratón. "Es completa vanidad todo hombre que vive” (Salmo 39:5). Siendo así, ¿por qué ha de juzgarse cosa increíble el leer acerca de las faltas y las caídas de los santos y los siervos de Dios más favorecidos? La borrachera de Noé, la carnalidad de Lot, las prevaricaciones de Abraham, la ira de Moisés, los celos de Aarón, las prisas de Josué, el adulterio de David, la desobediencia de Jonás, la negación (lo Pedro y la disputa de Pablo con Bernabé, todos ellos son otras tantas ilustraciones de la solemne verdad de que "no hay hombre justo en la tierra, que haga bien y nunca peque" (Eclesiastés 7:20). La perfección se encuentra en el cielo, y no en la tierra, fuera de en el Hombre perfecto.

Con todo, recordemos que las faltas de estos hombres no han quedado registradas en la Escritura para que nos escudemos tras ellas ni para que las usemos como excusa de nuestra infidelidad. Por el contrario, han sido puestas ante nosotros como señales de peligro para que tomemos nota de ellas, y como avisos solemnes a los que atender. La lectura de las mismas Debería humillarnos y hacernos desconfiar cada vez más de nuestras propias fuerzas. Debería grabar en nuestros corazones el hecho de que nuestra fortaleza es sólo en el Señor, y que sin Él nada podemos hacer. Debería hacer brotar en nosotros una ferviente oración que humillase el orgullo y la presunción de nuestros corazones. Debería hacernos clamar constantemente: "Sostenme, y seré salvo” (Salmo 119:117). Y no sólo esto; debería, también, librarnos de confiar excesivamente en las criaturas y de esperar demasiado de los demás, incluso de los padres de Israel. Debería hacernos diligentes en el orar por nuestros hermanos en Cristo, especialmente por nuestros pastores, para que Dios se digne preservarles de todo lo que pueda deshonrar Su nombre y hacer que Sus enemigos se regocijen.

El hombre por cuyas oraciones se habían cerrado las ventanas del cielo durante tres años y medio, y por cuyas súplicas se hablan abierto de nuevo, no era una excepción: también él era de carne y hueso, y fue permitido que esto se manifestara dolorosamente. Jezabel envió un mensajero para que le informara de que al día siguiente iba a sufrir la misma suerte que sus profetas. “Viendo pues el peligro, levantóse y fuese por salvar su vida.” En medio de su triunfo glorioso sobre los enemigos del Señor, cuando el pueblo más le necesitaba para que les dirigiera en la destrucción total de la idolatría y el establecimiento del verdadero culto, la amenaza de la reina le aterrorizó y huyó. Era “la mano de Jehová" lo que le llevó a Jezreel (I Reyes 18:46), y no había recibido ninguna orden de partir de allí. Su privilegio Y su deber eran, en verdad, confiar en la protección de su Señor contra la ira de Jezabel, como antes lo había hecho con la de Acab. Si se hubiera puesto en las manos de Dios, P-1 no le habría dejado; y si hubiera permanecido en el lugar en que el Señor le habla puesto, hubiera podido hacer un gran bien.

Pero sus ojos ya no estaban fijos en Dios, y por el contrario, sólo veían una mujer enfurecida. Se habla olvidado de Aquél que le había dado de comer de modo milagroso en el arroyo de Querit, que le habla sostenido maravillosamente en el hogar de la viuda de Sarepta y que le habla fortalecido de modo tan señalado en el Carmelo. Huyó de su lugar de testimonio, pensando sólo en si mismo. Pero, ¿cómo podemos explicarnos este desliz tan extraño? Es indudable que sus temores fueron producidos por lo inesperado de las amenazas de la reina. ¿No era justo que esperara con gozo la cooperación de todo Israel en la obra de reforma? La nación entera que había clamado “Jehová es el Dios!”, ¿no se sentiría profundamente agradecida de que sus oraciones hubieran producido la tan necesitada lluvia? Y, de repente, todas sus esperanzas se vieron frustradas violentamente por este mensaje de la exasperada reina. Así pues, ¿perdió toda fe en la protección de Dios? Lejos esté de nosotros lanzar contra él semejante acusación; más bien parece que quedó momentáneamente abatido y lleno de pánico. No se detuvo a pensar, sino que, al tomarle por sorpresa, obró siguiendo sus impulsos. Cuán acertada la amonestación: "El que creyere, no se apresure" (Isaías 28:16).

Todo lo que acabamos de mencionar, aunque explica la acción apresurada de Elías, no aclara su extraño desliz. Fue la falta de fe lo que hizo que se llenara de temor. Pero, tengamos en cuenta que el ejercicio de la fe no es algo que esté a la disposición del creyente para usarlo cuando le parezca. No; la fe es un don divino, y el ejercicio de la misma sólo es posible por el poder divino; y tanto al concederla como al usarla, Dios obra de modo soberano. Con todo, aunque Dios siempre obra de Modo soberano, jamás lo hace de modo caprichoso. Él nunca aflige gustosamente, sino que lo hace porque le damos ocasión a usar su vara; nos priva de su gracia a causa de nuestro orgullo, y retira de nosotros el consuelo a causa de nuestros pecados. Dios permite que su pueblo sufra caídas por diversas razones; aun así, toda caída visible es siempre precedida de alguna falta cometida, y si queremos sacar todo el provecho del relato de los pecados de hombres tales como Abraham, David, Elías y Pedro, hemos de estudiar con atención qué fue lo que les llevó a cometerlos y cuáles fueron las causas. Esto se hace a menudo en el caso de Pedro, pero pocas veces en el de los otros.

En la mayoría de los casos, el contexto precedente da indicios claros de las primeras señales de declive; en el caso de Pedro, fue un espíritu de confianza en sí mismo que apuntaba su inminente calda. Pero, en el caso que nos ocupa, los versículos anteriores no ofrecen la clave del eclipse de la fe de Elías, aunque si los posteriores, en los que se indica la causa de su tropiezo. Cuando el Señor se le apareció y le preguntó: “¿Qué haces aquí, Elías?" (19:9), el profeta contestó: "Sentido he un vivo celo por Jehová Dios de los ejércitos; porque los hijos de Israel han dejado tu alianza, han derribado tus altares, y han muerto a cuchillo tus profetas; y yo solo he quedado, y me buscan para quitarme la vida.” Ello nos muestra, en primer lugar, que consideraba demasiado su propia importancia; segundo, que se ocupaba demasiado de su servicio: "Yo solo he quedado” para mantener tu causa; y tercero, que le mortificaba la ausencia de los resultados que habla esperado. Los estragos del orgullo -"Yo solo"- ahogan el ejercicio de la fe. Nótese que Elías repitió esas afirmaciones (v. 14), y que la respuesta de Dios, por lo correctiva, parece dictaminar la enfermedad: ¡Eliseo fue nombrado en su lugar!

Entonces, Dios privó por el momento a Elías de su poder para que se viera en su debilidad natural. Lo hizo con toda justicia por cuanto sólo a los humildes les es prometida la gracia (Santiago 4:6). Así y todo, aun en esto Dios obra de modo soberano, por cuanto es por gracia solamente que el hombre puede humillarse. Él da más fe a unos que a otros, y la mantiene de modo más constante en algunos que en los demás. Qué contraste más marcado entre la huida de Elías y la fe de Eliseo: cuando el rey de Siria envió un gran ejército para arrestar a éste, y su siervo dijo: “¡Ah, señor mío! ¿Qué haremos?”, el profeta contestó: “No hayas miedo: porque más son los que están con nosotros que los que están con ellos” (II Reyes 6:15,16). Cuando la Emperatriz Eudoxia envió un mensaje amenazador a Crisóstomo, éste contestó "Ve, dile que no temo nada más que el pecado.” Cuando los amigos de Lutero le rogaron encarecidamente que no fuera a la Dieta de Worms a la que el emperador le había convocado, replicó: "Aunque todas las tejas de todas las casas de esa ciudad fueran un demonio, no me amedrentaría"; y fue, y Dios le libró de mano de sus enemigos. Sin embargo, en otras ocasiones se pusieron de manifiesto las flaquezas de Crisóstomo y Lutero.

La causa de la triste caída de Elías fue el que se ocupara de las circunstancias. La sentencia de la filosofía del mundo es que “el hombre es el producto de las circunstancias “. No hay duda de que ésta es, en gran medida, la verdad acerca del hombre natural; pero no debería ser verdad del cristiano, ni lo es mientras la gracia mora en él de modo saludable. La fe ve a Aquél que ordena todas las circunstancias que nos rodean, la esperanza ve más allá de lo que los ojos pueden ver, la paciencia da fortaleza para sobrellevar las pruebas, y el amor se deleita en Aquél a quien no le afectan las circunstancias. Mientras Elías miró al Señor, nada temió, aunque un ejército acampara a su alrededor. Pero, cuando miró a la criatura y contempló el peligro, pensó más en su propia seguridad que en la causa de Dios. El ocuparnos de las circunstancias es andar por vista, y ello es fatal para nuestra paz y para nuestra prosperidad espiritual. Por desagradables y difíciles que sean las circunstancias para nosotros, Dios puede preservarnos en medio de ellas, como hizo con Daniel cuando estaba en -el foso de los leones y con sus compañeros en el horno de fuego; sí, P-1 puede hacer que el corazón triunfe sobre ellas, como testifican los cantos de los apóstoles en el calabozo de Filipos.

Cuán necesario nos es clamar: "Señor, auméntanos la fe”, cuanto sólo cuando ejercitamos nuestra fe en Dios, podemos ser fuertes y estar seguros. Si le olvidamos, y si no somos conscientes de su presencia cuando nos amenazan grandes peligros, es seguro que obraremos de un modo indigno de nuestra profesión cristiana. Es por la fe que estamos firmes (II Corintios 1:24), y es por fe que somos guardados por el poder de Dios para salvación (I Pedro 1:5). Si tenemos al Señor delante de nosotros, y le contemplamos corno si estuviera a nuestro lado, nada podrá conmovernos ni nada podrá atemorizarnos; podremos desafiar al más poderoso y maligno de los enemigos. Empero, como alguien ha dicho: "¿Dónde está la fe que nunca duda? ¿Dónde la mano que nunca tiembla, la rodilla que jamás se dobla, el corazón que no desmaya?” Sin embargo, la falta está de nuestra parte, la culpa es nuestra. Aunque no esté a nuestro alcance el fortalecer la fe o el ponerla por obra, si que podemos debilitarla o impedir su normal funcionamiento. Después de decir: "Tú por la fe estás en pie", el apóstol añade inmediatamente: "No te ensoberbezcas, antes teme” (Romanos 11:20); desconfía de ti mismo, porque el orgullo y la suficiencia propia es lo que ahoga la respiración de la fe.

Muchos se han sorprendido al leer que los santos más notables de la Biblia tropezaban en las gracias divinas. que eran sus puntos más fuertes. Abraham es notable por su fe y llegó a ser llamado el "padre de todos nosotros”; sin embargo, su fe desfalleció en Egipto cuando mintió a Faraón acerca de su mujer. Se nos dice que "Moisés era muy manso, más que todos los hombres que habla sobre la tierra” (Números 12:3); no obstante, perdió la paciencia y habló sin prudencia, por lo que fue excluido de entrar en Canaán. Juan era el apóstol del amor; con todo, en un arranque de intolerancia, él y su hermano Jacobo quisieron que descendiera fuego del cielo que destruyera a los samaritanos, por lo que el Salvador les reprendió (Lucas 9:54, 55). Elías era famoso por su intrepidez; aun así, fue su valentía lo que le faltó en esta ocasión. Ello demuestra que ninguno de ellos pudo ejercitar esas gracias que más distinguían sus caracteres sin la asistencia inmediata y constante de Dios; y que, cuando estuvieron en peligro de ser exaltados en demasía tuvieron que luchar contra la tentación sin su acostumbrada ayuda. Sólo cuando somos conscientes de nuestra debilidad y la reconocemos, somos hechos poderosos.

Pocas palabras bastarán para hacer la aplicación de este lamentable hecho. La lección principal del mismo es, sin duda, un aviso solemne para los que ocupan posiciones públicas en la viña del Señor. Cuando Él tiene a bien obrar por ellos, se levanta, con toda seguridad, oposición feroz y poderosa. Dijo el apóstol "Se me ha abierto puerta grande y eficaz, y muchos son los adversarios" (I Corintios 16:9); las dos cosas siempre van juntas; no obstante, si el Señor es nuestra confianza y fortaleza, no hay nada que temer. Satanás y su reino sufrieron un golpe certero y fatal aquel día en el Carmelo y, si Elías se hubiera mantenido firme, los siete mil adoradores secretos de Jehová se habrían atrevido a unirse a su lado, se habría cumplido la palabra de Miqueas 4:6,7, y el pueblo habría sido librado de la cautividad y la dispersión que siguieron. Si, un solo paso en falso bastó para que estas perspectivas felices se derrumbaran y no retornaran jamás. Busca la gracia, siervo de Dios, para resistir en el día malo, y estar firme, habiendo acabado todo" (Efesios 6:13).

Pero este triste incidente tiene una lección saludable que todos los creyentes necesitan guardar en sus corazones. La calda solemne del profeta sigue inmediatamente a las maravillas que tuvieron lugar en respuesta a sus súplicas. ¡Qué raro nos parece! Mejor dicho, ¡qué penetrante! En los capítulos precedentes hicimos énfasis en que las operaciones gloriosas que se obraron en el Carmelo ofrecían al pueblo de Dios la ilustración más sublime y la demostración más clara de la eficacia de la oración; por lo que esta secuela patética les muestra, en verdad, cuán necesario es que estén en guardia cuando han recibido alguna misericordia grande del trono de la gracia. Si el apóstol necesitó un aguijón en la carne, un mensajero de Satanás que le abofeteara, porque la grandeza de las revelaciones no le levantasen descomedidamente (II Corintios 12:7), cuán necesario nos es alegrarnos “con temblor” (Salmo 2:11), cuando nos exaltamos demasiado por haber recibido contestación a nuestras peticiones; cuán necesario que cada uno de nosotros "no tenga más alto concepto de sí que el que debe tener, sino que piense de si con templanza, conforme a la medida de fe que Dios repartió a cada uno” (Romanos 12:3).

 


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