LA LLAMADA AL CARMELO
"Entonces Acab envió a todos los hijos de Israel, y juntó los profetas en el monte de Carmelo” (I Reyes 18:20). Tratemos de imaginar la escena. Es a primeras horas de la mañana. Multitudes ávidas procedentes de todas partes se dirigen al lugar que, desde los tiempos más remotos, ha sido asociado con la adoración. Toda clase de trabajo ha cesado; un solo pensamiento llena las mentes de jóvenes y viejos al cumplir la orden M rey de unirse a la inmensa muchedumbre. ¡Ved los miles de israelitas afanándose en obtener un lugar desde el que poder presenciar el proceso! ¿Iban a ser testigos de un milagro? ¿Iba a ponerse fin a sus sufrimientos? ¿Iba a llegar la tan esperada lluvia? La multitud queda en silencio al sonido de las pisadas de una pequeña tropa: son los cuatrocientos cincuenta profetas de Baal, con sus símbolos solares centelleando en sus turbantes, seguros del favor de la corte, insolente y desafiante. Entonces, por entre el gentío, aparece la litera del rey llevada por su guardia de honor y rodeada de los oficiales del estado. La escena, en esa ocasión llena de buenos auspicios, debía de ser algo parecido.
"Y acercándose Elías a todo el pueblo... “ (v 21). Ved el vasto mar de rostros fijos en la figura extraña y severa del hombre a cuya palabra los cielos habían sido como metal durante tres años. Con qué interés y ansia debían mirar a este hombre solitario y vigoroso, de ojos centelleantes y labios apretados. Qué solemne silencio invadiría la muchedumbre al ver un hombre dispuesto a pelear contra la vasta compañía. Qué miradas malignas le dirigirían los celosos sacerdotes y profetas. Como dice un comentarista, “ningún tigre miró jamás a su víctima con mayor ferocidad! Si pudieran salirse con la suya, nunca volvería a ver los llanos.” El mismo Acab, al mirar al siervo del Altísimo, debla de sentir su corazón lleno a un tiempo de temor y de odio, por cuanto el rey consideraba a Elías como la causa de todos sus males; empero sentía que, de algún modo, la llegada de la lluvia dependía de él.
La escena está preparada. La inmensa audiencia estaba reunida, los personajes principales a punto de interpretar sus papeles, y uno de los actos más dramáticos de la historia de Israel iba a ser representado. Iba a tener lugar un combate público entre las fuerzas del bien y las del mal. Por un lado, Baal y sus cientos de profetas; por el otro, Jehová y su siervo solitario. Qué grande era el valor de Elías, qué fuerte su fe, al atreverse a estar solo en la causa de Dios contra semejantes poderes y números. Más, no hemos de temer por el intrépido tisbita: no necesitaba nuestra compasión. Era consciente de la presencia de Aquél para quien las naciones son sólo como una gota de agua en el mar. El cielo entero estaba tras de él. Legiones de ángeles cubrían el monte, aunque eran invisibles para el ojo físico. Aunque era una criatura frágil como nosotros, con todo, Elías estaba lleno de fe y poder espiritual; y por medio de esa fe ganó reinos, obró justicia, evitó filo de cuchillo, fue hecho fuerte en batalla y trastornó campos de extraños.
“Elías se presenta ante ellos con porte confiado y majestuoso, como embajador del cielo. Su varonil espíritu, lleno de la osadía que le daba su conciencia de la protección divina, inspiró con su valor y atemorizó toda oposición. Con todo, ¡qué escena más terrible y detestable la que el hombre de Dios tenia ante sí!; ver semejante reunión de agentes de Satanás que habían apartado al pueblo de Jehová de su servicio santo y honroso, y le habían seducido a creer las supersticiones abominables y deshonrosas del diablo. Elías no tenía un espíritu semejante al de aquellos que ven sin inmutarse cómo se insulta a Dios, cómo sus compatriotas se degradan a si mismos siguiendo las instigaciones de hombres diabólicos, y cómo destruyen sus almas inmortales en las imposiciones groseras practicadas en ellas. No podía mirar con indiferencia a los cuatrocientos cincuenta impostores viles que, con fines lucrativos o para conseguir el favor real, procuraban engañar a la multitud ignorante llevándola a la destrucción eterna. Veía a la idolatría como una vergüenza atroz, como algo no mejor que el mal personificado, el diablo divinizado y el infierno convertido en una institución religiosa, miraba a los secuaces del sistema diabólico con horror” (John Simpson).
Es razonable concluir que Acab y sus súbditos reunidos esperaban que Elías, en esta ocasión, oraría pidiendo lluvia, y que serían testigos del súbito final de la prolongada sequía y el hambre consiguiente. ¿No habían transcurrido los tres duros años que había profetizado (1 Reyes 17:1)? ¿Iban el llanto y el sufrimiento a dejar lugar al regocijo y la abundancia? Sin embargo, se necesitaba algo más que oración para que las ventanas del cielo se abrieran, algo de importancia mucho mayor que habla de procurarse primero. Ni Acab ni sus súbditos estaban todavía en un estado de alma que les permitiera recibir bendiciones y misericordias. Dios les había administrado juicio por sus terribles pecados, y, hasta entonces, no habían reconocido la vara de Dios, ni había sido quitado el motivo de desagrado. Como señaló Matthew Henry, "Dios dispone nuestros corazones primero, y después hace atento Su oído; primero nos vuelve a tí, y después se vuelve a nosotros (véase Salmo 10:17). Los desertores no deben buscar el favor de Dios hasta que hayan vuelto a la obediencia”.
“Y acercándose Elías a todo el pueblo... “El siervo de Dios tomó en seguida la iniciativa porque dominaba por completo la situación. Es indeciblemente solemne observar que no dirigió ni una sola palabra, a los profetas falsos, ni intentó convertir les. Estaban condenados a la destrucción (v. 40). No, sino que se dirigió al pueblo, acerca del cual habla alguna esperanza, y dijo: "¿Hasta cuándo claudicaréis vosotros entre dos, pensamientos?” (v. 21). La palabra traducida “claudicar es tambalearse; no caminaban rectamente. Algunas veces se tambaleaban hacia el lado del Dios de Israel, y seguidamente se balanceaban como un embriagado hacia el lado de los dioses falsos. No estaban decididos plenamente a cuál seguir. Sentían miedo de Jehová, y, por lo tanto no querían abandonarle totalmente; deseaban adular al rey y la reina, y para conseguirlo creían que hablan de abrazar la religión del estado. Su conciencia les prohibía hacer lo primero, su temor del hombre les persuadía a hacer lo último; pero no estaban dedicados de corazón a ninguna de las dos cosas. Por ello, Elías les reprochó su inconsistencia y volubilidad.
Elías demandó una decisión terminante. Debe recordarse que Jehová era el nombre por el cual el Dios de los israelitas había sido conocido desde que salieron de Egipto. Verdaderamente, Jehová, el Dios de sus padres, era el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob (Éxodo 3:15,16). “Jehová” significa el Ser que existe por sí mismo, omnipotente, inmutable y eterno, el solo Dios, fuera del cual no hay otro. "Si Jehová es Dios, seguidle; y si Baal, id en pos de él". En la mente del profeta no habla "Él”; él sabia perfectamente que Jehová era el solo Dios verdadero y vivo, pero había de mostrarse al pueblo lo insostenible y absurdo de su vacilación. Dos religiones diametralmente opuestas no pueden ser ambas verdaderas: una ha de ser falsa; y tan pronto como se descubre la verdadera, la falsa debe ser echada a los vientos. La aplicación para el día de hoy de la demanda de Elías es ésta: si el Cristo de la Escritura es el verdadero Salvador, ríndete a él; si es el cristo del cristianismo moderno, síguele. Uno que pide la negación del yo, y otro que permite el halagar al yo, no pueden ser ambos verdaderos. Uno que insiste en la separación del mundo, y otro que permite el disfrute de su amistad, no pueden ser verdaderos los dos. Uno que requiere la mortificación inflexible del pecado, y otro que te permite jugar con él, no pueden ser ambos el Cristo de Dios.
Pero hubo ocasiones en que los israelitas intentaron servir a Dios y a Baal. Tenían cierto conocimiento de Jehová, pero Jezabel y su hueste de falsos profetas habían turbado sus mentes. El ejemplo del rey les sedujo y su influencia les corrompió. El culto a Baal era popular y sus profetas eran festejados; el culto a Jehová fue abolido y sus siervos muertos. Ello hizo que el pueblo en general escondiera el poco aprecio que pudiera tener por el Señor; le indujo a adherirse al culto idólatra con el fin de evitar el encono y la persecución. En consecuencia, los israelitas se tambaleaban entre los dos bandos. Eran como lisiados: vacilantes, y cojeando de un lado al otro. Vacilaban en sus sentimientos y conducta. Pensaban acomodarse a los dos bandos para agradar y asegurarse el favor de ambos. Su caminar era inseguro, sus principios inestables, su conducta inconsistente. De esta forma, deshonraban a Dios y se envilecían a si mismos a causa de esa clase de religión mixta por la que “temían a Jehová y honraban a sus dioses” (II Reyes 17:33). Empero Dios no acepta el corazón dividido; Él lo quiere todo o nada.
El Señor es Dios celoso, que demanda todo nuestro afecto y que no acepta dividir su imperio con Baal. Debes estar con Él o contra Él. No acepta los términos medios. Has de manifestarte. Cuando Moisés vio al pueblo de Israel que danzaba alrededor del becerro de oro, destruyó el ídolo, reprendió a Aarón y dijo: “¿Quién es de Jehová? júntese conmigo” (Éxodo 32:26). Lector, si todavía no la has hecho, haz la resolución que hizo el piadoso Josué: “Yo y mi casa serviremos a Jehová” (Josué 24:15). Considera estas solemnes palabras de Cristo: "El que no es conmigo, contra mi es; y el que conmigo no recoge, derrama” (Mateo 12:30). Nada le es tan repulsivo como el profesante tibio: “¡Ojalá fueses frío o caliente!” (Apocalipsis 3:15), una cosa u otra. Nos ha advertido de que “ninguno puede servir a dos señores”. Así pues, “¿hasta cuándo claudicaréis vosotros entre dos pensamientos?” Haced una decisión, en un sentido u otro, porque no puede haber concordia entre -Cristo y Belial.
Algunos han sido educados bajo la protección y la influencia santificadora de un hogar piadoso. Más tarde, salen al mundo y suelen deslumbrarse con el 'brillo del oropel y ser arrastrados por su felicidad aparente. Sus corazones necios apetecen las distracciones y los placeres. Se les invita a participar de ellos, y, si vacilan, son despreciados. Y a menudo, debido a que no tienen gracia en sus corazones ni presencia de ánimo para resistir la tentación, corren y andan en consejo de malos y están en camino de pecadores. Cierto es que no pueden olvidar por completo las enseñanzas que recibieron y que, a veces, su turbada conciencia les mueve a leer un capítulo de la Biblia y a decir algunas palabras de oración; y de esta forma claudican entre dos pensamientos e intentan servir a dos señores. No quieren acogerse sólo a Dios, ni abandonarlo todo por £1, ni seguirle con corazón no dividido. Son gentes vacilantes, que aman y siguen al mundo, y que aun conservan alguna de las formas ' de la piedad.
Hay otros que se aferran a un credo ortodoxo, y aun así, se unen a la algazara del mundo y siguen los apetitos de la carne. “Profésanse conocer a Dios; mas con los hechos lo niegan” (Tito 1:16). Asisten con regularidad a los cultos religiosos, alardean de adorar a Dios a través del único Mediador, y pretenden ser morada del Espíritu, por cuya operación de gracia el pueblo de Dios recibe el poder de volverse del pecado y andar por los senderos de justicia y de verdadera santidad. Pero, si penetraseis en sus hogares, pronto tendríais motivos para dudar de su profesión de fe. No encontraríais señales de que adoran a Dios en el círculo familiar, o, a lo sumo hallaríais un mero culto formalista en privado; no oiríais nada acerca de Dios o Sus demandas en su conversación diaria, y no veríais nada en su conducta que les distinga de las personas mundanas respetables; por el contrario, veríais algunas cosas de las cuales los incrédulos más decentes se avergonzarían. Hay tanta falta de integridad y consistencia en su carácter que les hace ofensivos a Dios y despreciables a los ojos de los hombres de entendimiento.
Hay aun otros que deben ser clasificados entre los que claudican y vacilan, y que son inconsistentes en su posición y práctica. Estos pertenecen a una clase menos numerosa, los cuales han crecido en el mundo, entre locuras y vanidades. Empero, a causa de la aflicción. de la predicación de la Palabra de Dios, o algún otro medio, se les ha hecho sentir que deben volverse al Señor y servirle, si quieren escapar de la ira que vendrá y echar mano de la vida eterna. Se han sentido insatisfechos con su vida mundana, y sin embargo, al estar rodeados de amigos y familiares mundanos, temen alterar su norma de conducta, no fueran a ofender a sus compañeros que están sin Dios y acarrear sobre si burlas y oposición. Por esta causa hacen componendas pecaminosas, y tratan de esconder sus mejores convicciones descuidando las demandas que Dios hace de ellos. De este modo, claudican entre dos pensamientos: lo que Dios pensará de ellos, y lo que pensará el mundo. No tienen esa confianza firme en el Señor que les lleve a romper con Sus enemigos y a ser Suyos abiertamente.
Hay otra clase que debemos mencionar, los cuales, aunque difieren radicalmente de los que hemos descrito, deben ser considerados dignos de hacerles la pregunta: "¿Hasta cuándo claudicaréis vosotros entre dos pensamientos?” Aunque son dignos de lástima, deben ser también reprendidos. Nos referimos a los que saben que hay que amar al Señor y servirle con todo el corazón y en todo lo que manda, pero que, por alguna razón, dejan de manifestarse abiertamente como Suyos. Exteriormente están separados del mundo, no toman parte en sus placeres vacíos, y no hay nadie que pueda señalar nada en su conducta que sea contrario a las Escrituras. Guardan el Día del Señor, participan regularmente de los medios de la gracia, y gustan de la compañía del pueblo de Dios. Con todo, no ocupan su lugar entre los seguidores de Cristo ni se sientan a Su mesa. 0 bien temen ser demasiado indignos de hacerlo, o que al hacerlo puedan ser motivo de reproche a Su causa. Empero, semejante debilidad e inconsistencia es mala. Si Jehová es Dios, seguidle como É1 manda, y esperad de ÉI confiadamente toda la gracia necesaria.
“Si Jehová es Dios, seguidle; y si Baal, id en pos de él". "El hombre de doblado ánimo es inconstante en todos sus caminos” (Santiago 1:8). Debemos ser tan decididos en nuestra práctica como lo somos en nuestras creencias u opiniones; de otro modo -no importa lo ortodoxo de nuestro credo nuestra profesión carece de valor. Era evidente que no podía haber dos Dioses Supremos y, por lo tanto, Elías amonestó al pueblo a decidir cuál era realmente Dios; y como que no podían servir a dos señores, hablan de dar sus corazones enteros y sus energías íntegras al Ser que decidieran ser el Dios verdadero y vivo. Y eso es lo que el Espíritu Santo te está diciendo a ti, mi querido lector no salvo: sospesa al uno y al otro, al ídolo al cual has estado dando tus afectos, y a Aquél a quien has menospreciado; y si estás seguro de que el Señor Jesucristo “es el verdadero Dios" (1 Juan 5:20), escógele como tu porción, ríndete a Él como Señor tuyo, únete a Ll como tu todo. El Redentor no quiere ser servido a medias, ni con reservas.
“Y el pueblo no respondió palabra" (v. 21), bien porque no estaban dispuestos a reconocer su culpa, y de este modo ofender a Acab; bien porque eran incapaces de refutar a Elías y, por lo tanto, estaban avergonzados de sí mismos. No supieron qué decir. No sabemos si estaban convictos o confusos; pero sí estaban azorados, incapaces de encontrar un error en el razonamiento del profeta. Parece que quedaron aturdidos al presentarse ante ellos semejante elección; pero no fueron suficientemente sinceros para reconocer, ni bastante osados para decir, que obraban de acuerdo con la orden del rey, y siguiendo a la multitud en hacer lo malo. Por consiguiente, buscaron refugio en el silencio, lo cual es muy preferible a las excusas frívolas que profieren la mayoría de las personas hoy en día cuando se les reprenden sus malos caminos. Poca duda cabe de que estaban aterrados por las preguntas escudriñadoras del profeta.
"Y el pueblo no respondió palabra.” Bendita la predicación llana y fiel que revela de tal modo a los hombres lo irrazonable de su posición, que expone así su hipocresía, que barre las telarañas de su sofistería, que les denuncia de tal modo ante el tribunal de sus propias conciencias que todas sus objeciones son acalladas, y les lleva a verse condenados a si mismos. Vemos por todas partes a los que tratan de servir a Dios y a Mammón, que intentan ganar la sonrisa del mundo y oír el "Bien, buen siervo y fiel” de Jesucristo. Como Jonatan en la antigüedad, desean conservar su lugar en el palacio de Saúl, y también retener a David. Cuántos hay hoy en día que profesan ser cristianos y que pueden oír ultrajar' a Cristo y a su pueblo sin que de su boca salga una palabra de reprensión, temerosos de mantenerse firmes por Dios; avergonzados de Cristo y su causa, aunque sus conciencias aprueben las cosas por las cuales oyen cómo se critica al pueblo del Señor. Oh, culpable silencio, que va a encontrar un cielo silencioso cuando quieran clamar por misericordia.
"Y Elías tornó a decir al pueblo: Sólo yo he quedado profeta de Jehová; mas de los profetas de Baal hay cuatrocientos y cincuenta hombres. Dénsenos pues dos bueyes, y escójanse ellos el uno, y córtenlo en pedazos, y pónganlo sobre leña, mas no pongan fuego debajo; y yo aprestaré el otro buey, y pondrélo sobre leña, y ningún fuego pondré debajo. Invocad luego vosotros en el nombre de vuestros dioses, y yo invocaré en el nombre de Jehová; y el Dios que respondiere por fuego, ése sea Dios. Y todo el pueblo respondió diciendo: Bien dicho” (vs. 22-24). Este era un reto eminentemente justo, porque Baal estaba considerado ser el dios fuego, o señor del sol. Elías dio la preferencia a los falsos profetas, a fin de que el resultado del litigio fuera más aparente para gloria de Dios. La propuesta era tan razonable que el pueblo asintió en seguida a la misma, lo que obligó a los seductores a salir a campo abierto: hablan de aceptar el reto, o reconocer que Baal era un impostor.