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BERESHIT ELOHIM MINISTERIO

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LA ORACIÓN EFICAZ

05.05.2014 15:38

 

Al cerrar el capitulo anterior, nos ocupábamos de la oración que Elías elevó en el monte Carmelo. Esa súplica del profeta requiere un atento examen por cuanto prevaleció y consiguió una respuesta milagrosa. Hay dos razones principales de que tantas de las oraciones del pueblo de Dios sean infructuosas: primera, porque no -cumplen los requisitos de la oración aceptable; y segunda, porque no son según las Escrituras, es decir, no son según el patrón de las oraciones registradas en la Santa Palabra. Entrar en todos los detalles acerca de los requisitos que debemos llenar y las condiciones que debemos cumplir para que Dios nos oiga y se muestre con potencia en favor nuestro, nos llevarla lejos; con todo, creemos que éste es un lugar apropiado para decir algo acerca de este tema tan altamente importante y por demás práctico, y, al menos, mencionar algunos de los requisitos principales de acceso al trono de la gracia.

La oración es uno de los privilegios más prominentes de la vida cristiana. Es el medio designado para el acceso experimental a Dios, para que el alma se acerque a su. Creador, y para que el cristiano tenga comunión espiritual con su Redentor. Es el canal por el que hemos de procurarnos las provisiones necesarias de gracia espiritual y misericordias temporales. Es la vía por la cual hemos de dar a conocer nuestra necesidad al Altísimo y buscarle para que nos la alivie. Es el canal por el que la fe asciende al cielo, y los milagros descienden a la tierra. Mas> si ese canal está obstruido, la provisión se detiene; si la fe está adormecida, los milagros no se efectuarán. En la antigüedad, Dios había dicho a su pueblo: “Vuestras iniquidades han hecho división entre vosotros y vuestro Dios, y vuestros pecados han hecho ocultar su rostro de vosotros, para no oír” (Isaías 59:2). ¿Es distinto hoy en día? También dijo: “Vuestras iniquidades han estorbado estas cosas” (Jeremías 5:25). ¿No es éste el caso de la mayoría de nosotros? Hemos de reconocer que “nosotros nos liemos rebelado, y fuimos desleales; Tú no perdonaste. Te cubriste de nube, porque no pasase la oración nuestra” (Lamentaciones 3:42, 44). Es triste, verdaderamente triste, cuando éste es nuestro caso.

Si el que profesa ser cristiano supone que, no importa cuál sea el carácter de su andar, no tiene más que alegar el nombre de Cristo para que sus peticiones sean contestadas con toda seguridad, está engañado de modo lastimoso. Dios es inefablemente santo, y su Palabra declara de manera enfática: “Si en mí corazón hubiese yo mirado a la iniquidad, el Señor no me oyera” (Salmo 66:18). No basta con creer en Cristo, 0 pedir en su nombre, para tener respuesta segura a la oración; ha de haber sujeción práctica a Él y comunión diaria con Él; "Si estuviereis en mí, y mis palabras estuvieren en vosotros, pedid todo lo que quisiereis, y os será hecho” (Juan 15:7). No basta con ser un hijo de Dios y pedir al Padre celestial; nuestras vidas han de estar ordenadas de acuerdo a su voluntad revelada: “Cualquier cosa que pidiéremos, la recibiremos de  ÉL, porque guardamos sus mandamientos, y hacemos las cosas que son agradables delante de Él” (1 Juan 3:22). No basta con ir confiadamente al trono de la gracia; hemos de llegarnos "con corazón verdadero, en plena certidumbre de fe, purificados los corazones de mala conciencia, y lavados los cuerpos con agua limpia" (Hebreos 10:22); siendo quitado lo que contamina por medio del lavacro de los preceptos de la Palabra (véase Salmo 119:9).

Aplicad los principios brevemente aludidos, y observad de qué modo, en el caso de Elías, todos esos requisitos y condiciones fueron cumplidos. Había caminado en separación estricta del mal que abundaba en Israel, negándose a contemporizar y a tener comunión alguna con las obras infructuosas de las tinieblas, En un tiempo de degeneración espiritual y apostasía, había mantenido la comunión personal con el que es Santo, de modo que podía decir: “Jehová Dios de Israel, delante del cual estoy” (I Reyes 17:1). Anduvo en sumisión práctica a Dios, como lo prueba el hecho de que no se moviera de Querit hasta que “fue a él palabra de Jehová” (17:8). Su vida estaba ordenada por la voluntad revelada de su Señor, como lo demuestra su obediencia al mandato divino de morar con una mujer viuda en Sarepta. No rehuyó cumplir los deberes más desagradables, como se echa de ver en su prontitud en llevar a cabo la orden divina: "Ve, muéstrate a Acab” (18:1). Dios oye y hace poderoso a un hombre así.

Si lo que hemos señalado sirve para explicar el hecho de que la intercesión de Elías prevaleciese, ¿no. nos proporciona también la razón por la cual tantos de nosotros nos vemos sin influencia ni poder ante Dios en oración? Es “la oración del justo, obrando eficazmente” la que "puede mucho” ante Dios (Santiago 5:16); y eso significa algo más que el hombre al que ha sido imputada la justicia de Cristo. Téngase en cuenta que esta afirmación no se encuentra en Romanos (donde se muestran de modo especial los beneficios legales de la expiación), sino en Santiago, donde se expone la parte práctica y experimental del Evangelio. El "justo” de Santiago 5:16 (así como a través de todo el libro de los Proverbios) es aquél que lo es ante Dios de modo práctico en su vida diaria, y cuyo andar agrada a Dios. Si no vivimos separados del mundo, si no nos negamos a nosotros mismos, si no luchamos contra el pecado, si no mortificamos los deseos de la carne, antes bien, regalamos nuestra naturaleza carnal, ¿nos sorprende que nuestra vida de oración sea fría y vacía, y que nuestras peticiones no se vean contestadas?

Al examinar la oración de Elías en el monte Carmelo, vimos que, en primer lugar, "cómo llegó la hora de ofrecerse el holocausto, llegóse el profeta Elías”, es decir, se acercó al altar sobre el cual había el buey sacrificado; se acercó ¡a pesar de que esperaba que descendiera fuego del cielo! En ello vimos su confianza santa en Dios y el fundamento sobre el cual ésta descansaba: el sacrificio expiatorio; En segundo lugar, le oímos dirigirse a Jehová como el Dios del pacto con su pueblo: “Dios de Abraham, de Isaac, y de Israel”. En tercer lugar> consideramos su primera petición: "Sea hoy manifiesto que Tú eres Dios en Israel”, es decir, que vindicara su honra y glorificara su gran nombre. El corazón del profeta estaba lleno de celo ardiente por el Dios vivo, y no podía soportar ver el país lleno de idolatría. En cuarto lugar, “que yo soy tu siervo”, cuyos intereses están totalmente subordinados a los tuyos. Reconóceme como tal por medio de una manifestación de, tu gran poder.

Éstos son los elementos que componen la oración que es aceptable a Dios y que alcanza de Él respuesta. Ha de haber algo más que un seguir las formas de la devoción: ha de haber un acercamiento real del alma al Dios viviente, y para ello ha de quitarse y dejarse todo lo que le es ofensivo. Lo que aparta del Señor el corazón y aleja de Él la conciencia culpable es el pecado; y ha de haber arrepentimiento y confesión de ese pecado para que pueda haber nuevo acceso a Dios. Lo que decimos no es legalista; no hacemos más que insistir en las de mandas de la santidad divina. Cristo no murió al objeto de ganar para su pueblo una indulgencia que le permitiera vivir en pecado; por el contrario, vertió su sangre preciosa “para redimirnos de toda iniquidad, y limpiar para si un pueblo propio, celoso de buenas obras” (Tito 2:14), y, en la misma medida que descuidemos esas buenas obras, dejaremos de alcanzar de modo experimental los beneficios de su redención.

Pero, para que una criatura descarriada y pecadora se acerque al que es tres veces santo con alguna medida de humilde confianza, ha de conocer algo acerca de la relación que mantiene con Dios, no por naturaleza, sino por gracia. El privilegio bendito del creyente -no importa lo fracasado que se sienta (siempre y cuando sea sincero al lamentar sus faltas y leal en sus esfuerzos para agradar al Señor)- es recordarse a sí mismo que se acerca a Uno con el cual está unido por medio de un pacto, es más, apelar a este pacto ante Él. David -a pesar de todas sus faltas- reconoció que "Él ha hecho conmigo pacto perpetuo, ordenado en todas las cosas, y será guardado” (II Samuel 23:5), y lo mismo puede hacer el lector si se aflige por el pecado como se afligía David; si, como él, lo confiesa con la misma contrición; y suspira como él por la santidad. Nuestra oración es muy diferente cuando podemos “abrazar el pacto de Dio?, seguros de nuestro interés personal en él. Cuando pedimos el cumplimiento de las promesas del pacto (Jeremías 32:40,41; Hebreos 10:16,17, por ejemplo), presentamos una razón que Dios jamás rechazará, porque no puede negarse a sí mismo.

Hay aún otra cosa que es indispensable para que nuestras oraciones tengan la aprobación divina: el móvil que las impulsa y las peticiones en sí deben ser correctos. Es en este punto que hay tantos que yerran; como está escrito: "Pedís, y no recibís, porque pedís mal, para gastar en vuestros deleites” (Santiago 4:3). No fue así en el caso de Elías; lo que procuraba no era su propio provecho o exaltación, sino magnificar a su Señor, vindicar Su santidad, la cual Su pueblo había deshonrado tanto al volverse a adorar a Baal. Todos hemos de probarnos a nosotros mismos en este punto: si el móvil de nuestra oración no procede de nada mejor que el yo, no podemos esperar otra cosa sino que nos sea denegada. Só1o pedimos bien cuando pedimos de verdad aquello que repercute en la gloria de Dios. “Esta es la confianza que tenemos en Él, que si demandáremos alguna cosa conforme a su voluntad, Él nos oye” (1 Juan 5:14), y pedimos “conforme a su voluntad* cuando deseamos las cosas que reportan honor y alabanza al Dador. Más, ¡cuánta carnalidad hay en muchas de nuestras oraciones!

Finalmente, para que nuestra oración sea aceptable a Dios, ha de provenir de quien puede declarar con verdad: "Yo soy tu siervo”; es decir: uno que está sometido a la autoridad de otro, que toma un lugar subordinado, que está bajo las órdenes de su amo, que no tiene voluntad propia, y cuyo anhelo constante es agradar a su señor y defender sus intereses. Y, sin duda alguna, el cristiano no pondrá inconvenientes en que ello sea así ¿No fue ésta la actitud de¡ Redentor? ¿No tomó el Señor de la gloria la “forma de siervo” (Filipenses 2:7), conduciéndose como tal en la tierra? Si mantenemos el carácter de siervos al acercarnos al trono de la gracia, evitaremos la irreverencia descarada que caracteriza a tanto del llamado "orar” de nuestros días. En lugar de exigir o de hablar a Dios como si fuésemos sus iguales, presentaremos humildemente nuestras "peticiones”. Y, ¿cuáles son las cosas más importantes que desea un “siervo”? El conocimiento de lo que su amo requiere y qué se necesita para llevar a cabo sus órdenes.

"Y que por mandato tuyo he hecho todas estas cosas” (I Reyes 18:36). "Y como llegó la hora de ofrecerse el holocausto, llegóse el profeta Elías, y dijo: Jehová, Dios de Abraham, de Isaac, y de Israel, sea hoy manifiesto que Tú eres Dios en Israel, y que yo soy tu siervo, y que por mandato tuyo he hecho todas estas cosas.” Esto fue presentado por el profeta como un ruego adicional: que Dios enviara fuego del cielo en contestación a sus súplicas, como testimonio de su fidelidad a la voluntad de su Señor. Fue en respuesta a las órdenes divinas que el profeta habla detenido la lluvia, hecho reunir a todo el pueblo de Israel y a los falsos profetas, y propuesto celebrar un juicio público o prueba para que, por medio de una señal visible del cielo, pudiera saberse quién era el verdadero Dios. Todo ello lo habla hecho, no por si mismo, sino bajo la dirección de lo Alto. Cuando podernos alegar ante Dios nuestra fidelidad a sus mandamientos, nuestras peticiones cobran gran fuerza. Dijo David al Señor: “Aparta de mí oprobio y menosprecio; porque tus testimonios he guardado”, y, “Allegádome he a tus testimonios; oh Jehová, no me avergüences (Salmo 119:22,31). Que un siervo actúe sin que su amo se lo haya ordenado es obstinación y presunción.

Los mandamientos de Dios "no son penosos” (para aquellos cuyas voluntades están rendidas a É1), y “en guardarlos hay grande galardón" (Salmo 19:11) -tanto en esta vida como en la venidera, como experimenta toda alma obediente-. El Señor ha declarado: “Yo honraré a los que me honran” (1 Samuel 2:30), y Él es fiel para cumplir sus promesas. El modo de honrarle es andar en sus preceptos. Esto es lo que Elías había hecho, y ahora contaba con que Jehová le honraría concediéndole su petición. Cuando el siervo de Dios tiene el testimonio de una buena conciencia y del Espíritu de que está haciendo la voluntad divina, puede sentirse, con razón, invencible -los hombres, las circunstancias y la oposición de Satanás no cuentan más que la paja de la era-. La Palabra de Dios no volverá a Él vacía: su propósito se cumplirá, aunque pasen los cielos y la tierra. Esto, también, era lo que llenaba el corazón de Elías de seguridad y sosiego en esa hora crucial. Dios no iba a burlarse de quien le había sido fiel.

“Respóndeme, Jehová, respóndeme; para que conozca este pueblo que Tú, oh Jehová, eres el Dios” (v. 37). Cómo respiran estas palabras de la intensidad y vehemencia del celo del profeta por el Señor de los ejércitos. No era una mera petición dé labios, sino una súplica, una ferviente súplica. La repetición de la misma da a entender de qué modo más verdadero y profundo estaba agobiado su corazón. No podía soportar que su Señor fuera deshonrado por doquiera; suspiraba por verle vindicarse a si mismo. "Respóndeme, Jehová, respóndeme”, era el clamor ferviente de un alma encerrada. Su celo e intensidad, ¡cómo pone en evidencia la frialdad de nuestras oraciones! Sólo el clamor genuino de un corazón agobiado llega a los oídos de Dios. Es “la oración del justo, obrando eficazmente” la que "puede mucho". Cuánto necesitamos buscar la ayuda del Espíritu Santo, porque sólo Él puede inspirar en nosotros la oración verdadera.

 

"Para que conozca este pueblo que Tú, olí Jehová, eres el Dios”. He aquí el anhelo supremo del alma de Elías: que fuera demostrado de modo abierto e incontrovertible que Jehová, y no Baal ni ningún otro ídolo, era el verdadero Dios. Lo que dominaba el corazón del profeta era el anhelo de que Dios fuera glorificado. ¿No es así con todos los verdaderos siervos? Están dispuestos a sufrir todas las penalidades, y contentos de consumirse y ser consumidos, si con ello es magnificado el Señor. “Porque yo no sólo estoy presto a ser atado, mas aun a morir en Jerusalén por el nombre del Señor Jesús (Hechos 21: 13). ¡Cuántos desde los días del apóstol han muerto en su servicio y para alabanza de su santo nombre! Este es, también, el deseo más profundo y constante de todo cristiano que no se halla en una condición de apartamiento o rebeldía; todas sus peticiones proceden y se centran en esto: que Dios sea glorificado. Han bebido, en alguna medida, del espíritu del Redentor: "Padre, glorifica a tu Hijo, para que también tu Hijo te glorifique a ti" (Juan 17:1); cuando éste es el móvil de nuestra petición, la respuesta es cierta.

"Y que Tú volviste atrás el corazón de ellos” (v. 37); atrás de seguir objetos prohibidos, atrás de Baal, al servicio y al culto del Dios verdadero y vivo. Aparte de la gloria de su Señor, el anhelo más hondo del corazón de Elías era que Israel fuera librado del engaño de Satanás. No era un hombre concentrado en si mismo y egoísta, indiferente a la suerte de sus semejantes; por el contrarío, estaba ansioso de que lo que satisfacía tan plenamente su propia alma fuera también la porc1ón y el bien supremo de ellos. Y decimos de nuevo, ¿no es ello verdad de todos los verdaderos siervos y santos de Dios? Aparte de la gloria de su Señor, lo que tienen más cerca del corazón y constituye el objeto constante de sus oraciones es la salvación de los pecadores, para que sean vueltos atrás de sus caminos malos y locos, llevados a Dios. Fijémonos bien en las dos palabras que escribimos en cursiva: “Y que Tú volviste atrás el corazón de ellos"; otra cosa que no sea el corazón vuelto a Dios valdrá de nada en la eternidad; y nada que no sea Dios obrando por su gran poder puede efectuar ese cambio.

Después de haber considerado en detalle y extensamente cada una de las peticiones de la oración prevaleciente de Elías, permítasenos llamar la atención a otra característica de la misma: su brevedad. , No ocupa más que dos versículos en nuestra Biblia, y sólo contiene cincuenta y ocho palabras en la traducción española. ¡Qué contraste con las oraciones prolongadas y tediosas que se oyen en muchos lugares hoy en día! "No te des prisa con tu boca, ni tu corazón se apresure a proferir palabra delante de Dios; porque Dios está en el cielo, y tú sobre la tierra; por tanto, sean pocas tus palabras” (Eclesiastés 5:2). Los versículos como éste parecen no existir para la mayoría de predicadores. Una de las características de los escribas y los fariseos era que "por pretexto (para impresionar a la gente con su piedad) hacen largas oraciones” (Marcos 12:40). No queremos desestimar el hecho de que el siervo de Cristo, cuando goza de la unción del Espíritu, puede disfrutar de gran libertad para verter su corazón extensamente; empero ello es la excepción que confirma la regla, como demuestra claramente la Palabra de Dios.

Uno de los muchos males producidos por las oraciones largas del que ocupa el púlpito es el desaliento que lleva a las almas sencillas que ocupan los bancos; están expuestas a llegar a la conclusión de que, si cuando oran en privado no pueden hacerlo con aquella prolijidad, es debido -a que el Señor rehúsa darles el espíritu de oración. Si alguno de los lectores está angustiado a causa de esto, le rogamos que haga un estudio de las oraciones registradas en las Sagradas Escrituras -tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento- y descubrirá que casi todas Elías son extremadamente cortas. Todas las oraciones que alcanzaron respuestas tan extraordinarias del cielo fueron como ésta de Elías: breves y atinadas, fervientes pero definidas. Dios jamás oye a nadie a causa de la multitud de sus palabras, sino sólo cuando su petición proviene del corazón, cuando está movida por el deseo de la gloria del Señor, y cuando se presenta con una fe como de niño. Que el Señor nos libre por su misericordia de la hipocresía y el formalismo, y nos haga sentir un deseo profundo de clamar: "Señor, enséñanos (no como orar, sino) a orar”.

 


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