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BERESHIT ELOHIM MINISTERIO

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EL ALBOROTADOR DE ISRAEL

06.04.2014 17:15

 

"Y como Acab vio a Elías, dijole Acab: ¿Eres tú el que alborotas a Israel? (I Reyes 18:17). ¡Cómo revelan el estado de nuestro corazón las palabras de nuestra boca! Semejante lenguaje, después del juicio doloroso que Dios había enviado a sus dominios, mostraba la dureza e impenitencia del corazón del rey. Considerad las oportunidades que le habían sido dadas. Había sido prevenido por el profeta de las consecuencias ciertas que le reportarla el seguir en el pecado. Había visto que lo que el profeta anunció se había cumplido. Había quedado demostrado que los ídolos que él y Jezabel adoraban no podían evitar la calamidad ni dar la lluvia que necesitaban tan urgentemente. Tenía motivos sobrados para convencerse de que "Jehová Dios de Elías” era el Rey soberano de cielos y tierra, cuyos decretos nadie puede anular, y cuyo brazo todopoderoso nadie puede resistir.

Así es el pecador abandonado a sí mismo. Dejad que el freno divino le sea quitado, y veréis cómo la locura de la que su corazón está poseído se desborda como por un dique roto. Esta resuelto a hacer su propia voluntad a todo coste. No importa cuán graves y solemnes sean los tiempos que le- toquen vivir: ello no le vuelve a su juicio. No importa la gravedad del peligro que se cierna sobre su país, ni cuántos de sus conciudadanos sean mutilados o muertos; él ha de seguir saturándose de los placeres de pecado. Aunque los juicios de Dios truenen en sus oídos cada vez de modo más fuerte, él los cierra deliberadamente y procura olvidar los sinsabores en un remolino de algazara. Aunque su país esté en guerra, luchando por su existencia, su "vida nocturna” y sus orgías siguen como siempre. Si los bombardeos se lo impiden, las proseguirá en los refugios subterráneos. ¿Qué es ello sino un esforzarse contra el Todopoderoso", y un acometerle “en la cerviz” (Job 15: 25, 26)?

Si, al escribir estas líneas, recordamos aquellas palabras escudriñadoras: "¿Quién te distingue?" (I Corintios 4:7), es decir, ¿quién te hace a ti diferente de los demás? Sólo hay una respuesta: un Dios soberano en la plenitud de su asombrosa gracia. Al comprender esto, cómo deberíamos humillarnos hasta el polvo, por cuanto, por naturaleza y práctica no hay diferencia entre nosotros y los demás. "En otro tiempo anduvisteis conforme a la condición de este mundo, conforme al príncipe de la potestad del aire, el espíritu que ahora obra en los hijos de desobediencia; entre los cuales todos nosotros también vivimos en otro tiempo en los deseos de nuestra carne, haciendo la voluntad de la carne y de los pensamientos” (Efesios 2:2,3). Fue la misericordia determinativa de Dios que nos buscó cuando estábamos “sin Cristo”. Fue su amor determinativo el que nos resucitó a una nueva vida cuando estábamos "muertos en delitos y pecados”. De este modo, no tenemos razón para jactarnos, ni base para vanagloriarnos. Por el contrario, hemos de andar con cuidados y de modo penitente ante Aquél que nos ha salvado de nosotros mismos.

 

“Y como Acab vio a Elías, díjole Acab: ¿Eres tú el que alborotas a Israel?” Elías era quien, más que ningún otro, se oponía al deseo de Acab de unir Israel al culto de Baal, y de este modo, como suponía él, establecer pacíficamente la religión en la nación. Elías era quien, a sus ojos, era responsable de todas las aflicciones y sufrimientos que llenaban el país. No discernía la mano de Dios en la sequía, ni se sentía compungido por su conducta pecaminosa; por el contrario, Acab procuraba cargar la responsabilidad a otro, y acusar al profeta de ser el autor de las calamidades que llenaban la nación. La característica del corazón no humillado y sin juicio que se duele bajo la vara de la justicia de Dios es dar la culpa a otro, del mismo modo que la nación cegada por el pecado, al ser azotada a causa de o sus iniquidades, atribuirá sus penalidades a los desatinos de sus gobernantes.

No es cosa rara el que los ministros rectos de Dios sean calificados de alborotadores de las gentes y las naciones. El fiel Amós fue acusado de conspirar contra Jeroboam segundo, y se le dijo que la tierra no podía sufrir todas sus palabras (Amós 7:10). El Salvador fue acusado de alborotar al pueblo (Lucas 23:5). Lo mismo se dijo de Pablo y Silas en Filipos (Hechos 16:20), y en Tesalónica (Hechos 17:6). No hay, por tanto, testimonio más noble de su fidelidad que el que los siervos de Dios provoquen el rencor y la hostilidad de los reprobados. Una de las condenaciones más graves que pueden pronunciarse contra los hombres es la que se contiene en aquellas terribles palabras de nuestro Señor a sus hermanos incrédulos: "No puede el mundo aborreceros a vosotros; más a mí me aborrece, porque yo doy testimonio de él, que sus obras son malas" (Juan 7:7). Empero, ¡quién no preferirá recibir todas las acusaciones que los Acabs de este mundo puedan amontonar sobre nosotros, que oír esta sentencia de los labios de Cristo!

El deber de los siervos de Dios es prevenir a los hombres de su peligro, señalarles que la rebelión contra Dios lleva a la destrucción cierta, y exhortarles a dejar las armas de su rebelión y huir de la ira que vendrá. Su deber es enseñarles que han de volverse de sus ídolos y servir al Dios vivo, y que de otro modo perecerán. Su deber es reprobar la impiedad dondequiera que se encuentre, y declarar que la paga del pecado es muerte. Ello no contribuirá a su popularidad, por cuanto condenará e irritará a los impíos, a quienes les molestará seriamente semejante claro lenguaje. Los que ponen en evidencia a los hipócritas, resisten a los tiranos y se oponen a los impíos, serán siempre considerados unos alborotadores. Pero, como Cristo declaró: “Bienaventurados sois cuando os vituperaren y os persiguieren, y dijeren de vosotros todo mal por mi causa, mintiendo. Gozaos y alegraos; porque vuestra merced es grande en los cielos; que así persiguieron a los profetas que fueron antes de vosotros” (Mateo 5:11,12).

"Y él respondió: Yo no he alborotado a Israel, sino tú y la casa de tu padre, dejando los mandamientos de Jehová, y siguiendo a los Baales” (18:18). Si Elías hubiera sido uno de aquellos parásitos rastreros que por regla general acompañan a los reyes, se hubiera echado a los pies de Acab pidiendo clemencia y ofreciendo sumisión indigna. Por el contrario, era el embajador de un Rey mayor, el Señor de los ejércitos; consciente de ello, conservó la dignidad de su oficio y carácter actuando como el que representa una potencia superior. Fue porque Elías se daba cuenta de la presencia de Aquél por el cual los reyes reinan, y que puede detener la ira del hombre y hacer que los demás le alaben, que el profeta no temió la presencia del monarca apóstata de Israel. Querido lector, si comprendiéramos más la presencia y suficiencia de nuestro Dios, no temeríamos lo que el hombre pueda hacernos. La incredulidad es la causa de nuestros temores. Ojalá pudiéramos decir: "He aquí Dios es salud mía; aseguraréme, y no temeré” (Isaías 12:2).

Elías no iba a ser intimidado por la difamación lanzada contra él. Con valentía impertérrita negó, primeramente, la acusación injusta: “Yo -no he alborotado a Israel”.

Bienaventurados somos si podemos apropiarnos estas palabras con verdad: que los castigos que Sión está ahora recibiendo de manos de un Dios santo no han sido causados en medida alguna por mis pecados. ¿Quién de nosotros puede afirmar esto? En segundo lugar, Elías devuelve con audacia la acusación, culpando a quien correspondía justamente: “Yo no he alborotado a Israel, sino tú y la casa de tu padre”. Ved ahí la fidelidad del siervo de Dios; como Natán dijo a David, así también Elías a Acab: “Tú eres aquel hombre". Una acusación justa y grave: que Acab y la casa de su padre eran la causa de todos los males dolorosos y las calamidades tristes que habían llenado la nación. La autoridad divina con la cual estaba investido permitió a Elías encausar al mismísimo rey.

En tercer lugar, el profeta procedió a aportar pruebas de la acusación que habla hecho contra Acab: “... dejando los mandamientos de Jehová, y siguiendo a los Baales”. El profeta, lejos de ser el enemigo de su país, procuraba su bien. Es cierto que había orado y pedido a Dios que juzgara la impiedad y la apostasía del rey y la nación, más ello era porque deseaba que se arrepintieran de sus pecados y que rectificaran sus caminos. Eran las obras malas de Acab y su casa lo que había traído la sequía y el hambre. La intercesión de Elías nunca hubiera prevalecido contra un pueblo santo: “La maldición sin causa nunca vendrá” (Proverbios 26:2). El rey y su familia eran los líderes de la rebelión contra Dios, y el pueblo había seguido ciegamente: ésa fue la causa de la aflicción; ellos eran los "alborotadores” temerarios de la nación, los perturbadores de la paz, los ofensores de Dios.

Aquellos que por sus pecados provocan la ira de Dios son los alborotadores verdaderos, no quienes advierten de los peligros a los que les expone su iniquidad. "Tú y la casa de tu padre, dejando los mandamientos de Jehová, y siguiendo a los Baales”. Está perfectamente claro, a pesar de lo breve del relato de la Escritura, que Omri, el padre de Acab, fue uno de los peores reyes que jamás tuvo Israel; y Acab habla seguido en los pasos impíos- de su padre. Los estatutos de aquellos reyes eran la idolatría más grosera. Jezabel, la esposa de Acab, no tenía, igual en su odio a Dios y a Su pueblo, y en su celo por el culto degradado de los &dolos. Su mala influencia fue tan persistente y efectiva que permaneció durante doscientos años (Miqueas 6:16), y produjo la venganza del cielo sobre li nación apóstata.

"Dejando los mandamientos de Jehová”. Aquí reside la esencia y enormidad del pecado. Es sacudir el yugo divino, negarse a estar en sujeción a nuestro Hacedor y Rey. Es desconocer intencionadamente al juez, y rebelarse contra su autoridad. La ley del Señor es clara y enfática. El primer estatuto de la misma prohíbe de modo expreso el tener otros dioses aparte del Dios verdadero; y el segundo prohíbe hacer imágenes e inclinarse a ellas en adoración. Éstos eran los terribles crímenes que Acab había cometido, y son también, en esencia, aquellos de los que nuestra generación mala es culpable, y ello es la causa de que el cielo nos mire ahora con ceño tan fruncido. "Sabe pues y ve cuán malo y amargo es tu dejar a Jehová tu Dios, y faltar mi temor en ti, dice el Señor Jehová de los ejércitos” (Jeremías 2:19). "Y siguiendo a los Baales"; cuando se abandona al verdadero Dios, otros dioses falsos ocupan su lugar; “Baales", así, en plural, por cuanto Acab y su mujer adoraban a varios dioses falsos.

"Envía pues ahora y júntame a todo Israel en el monte de Carmelo, y los cuatrocientos y cincuenta profetas de Baal, Y los cuatrocientos profetas de los bosques, que comen de la mesa de Jezabel (v. 19). Qué cosa más notable: ver a Elías solo, odiado por Acab, no sólo acusando al rey de sus crímenes, sino también dándole instrucciones, diciéndole lo que había de hacer. No es necesario decir que su conducta en esta ocasión no sentó un precedente ni estableció un ejemplo a seguir para todos los siervos de Dios en circunstancias parecidas. El tisbita estaba revestido de extraordinaria autoridad del Señor, como se desprende de aquella expresión del Nuevo Testamento que dice: “El espíritu y virtud de Elías” (Lucas 1:17). Elías, en el ejercicio de esa autoridad, demandó que todo Israel se juntara en el Carmelo, y que allí se reunieran también todos los profetas de Baal y Astarot que se encontraban esparcidos por el país entero. Lo que todavía es más extraño es el lenguaje perentorio usado por el profeta: dio simplemente las órdenes sin ofrecer explicación ni razón alguna acerca de su propósito real al convocar a todo el pueblo y a todos los profetas.

A la luz de lo que sigue, el designio del profeta es claro: lo que iba a hacer, había de hacerse abierta y públicamente ante testigos imparciales. Había llegado la hora de ultimar las cosas: Jehová y Baal, por decirlo as¡, habían de enfrentarse ante toda la nación. El lugar seleccionado para el encuentro era un monte en la tribu de Aser, lugar bien situado para que se reunieran las gentes procedentes de todos los lugares; nótese que era fuera de la tierra de Samaria. Fue en el Carmelo donde se había construido un altar y en donde se habían ofrecido sacrificios al Señor (véase v. 30), empero, el culto a Baal había suplantado incluso este servicio irregular al Dios verdadero, irregular porque la ley prohibía la existencia de altares fuera del templo de Jerusalén. Sólo habla un medio de hacer que cesara la terrible sequía y el hambre resultante, y de que la bendición de Jehová retornara sobre la nación: que el pecado que había causado la aflicción fuera juzgado; para ello, Acab había de reunir a todo Israel en el Carmelo.

"Como que el designio de Elías era establecer el culto a Jehová sobre una base firme, y restaurar la obediencia del pueblo al Dios de Israel, había de poner las dos religiones a prueba y por un milagro tan magnifico que nadie pudiera poner objeción alguna; y como que la nación entera estaba profundamente interesada en el asunto, habla de tener lugar del modo más público y en un punto elevado, en la cumbre del alto Carmelo, y en presencia de todo Israel. Quería que todos se juntasen en esta ocasión, para que pudieran ser testigos, con sus propios ojos, del poder y la soberanía absolutos de Jehová, a cuyo servicio habían renunciado, y también de la absoluta, vanidad de los sistemas idólatras que lo habían sustituido" (John Simpson). Ello señala siempre la diferencia entre la verdad y el error: la una requiere la luz, sin temor a la investigación; el otro, el autor del cual es el príncipe de las tinieblas, odia la luz, y medra siempre bajo el manto del secreto.

No hay nada que indique que el profeta hiciera saber su intención a Acab; más bien parece haber ordenado sumariamente al rey que reuniera al pueblo y a los profetas: todos los que tenían parte en el terrible pecado -gobernantes y gobernados- habían de estar presentes. "Entonces Acab envió a todos los hijos de Israel, y juntó los profetas en el monte de Carmelo”. "Y, ¿por qué accedió Acab tan mansa y rápidamente a la demanda de Elías? La idea general entre los comentaristas es que el rey estaba ya desesperado, y como que los mendigos no pueden escoger, no tuvo otra alternativa que acceder. Después de tres años y medio de hambre, el sufrimiento había de ser tan agudo que, si la lluvia tan penosamente necesitada no podía obtenerse de otro modo que gracias a las oraciones de Elías, as¡ debla hacerse. Por nuestra parte, preferimos considerar la aquiescencia de Acab como una asombrosa demostración de¡ poder de Dios sobre el corazón de los hombres, incluso sobre el del rey, de tal manera que "a todo lo que quiere lo inclina (Proverbios 21:1).

Esta es una verdad -grande y básica- que es necesario enfatizar con fuerza en este tiempo de escepticismo e infidelidad, cuando se reduce la atención a las causas secundarias y se pierde de vista el principio motor. Tanto en el reino de la creación como en el de la providencia, la atención se centra en la criatura en vez de en el Creador. Cuando los campos y los huertos producen buenas cosechas se alaban la laboriosidad del labrador y la pericia del hortelano; pero, cuando producen poco, se culpa al tiempo o alguna otra causa; nunca se tienen en cuenta la sonrisa ni el ceño fruncido de Dios. M sucede, también, en los asuntos políticos. Cuán pocos, qué poquísimos, reconocen la mano de Dios en el presente conflicto entre las naciones. Afirmad que el Señor está interviniendo en juicio por nuestros pecados, e incluso la mayoría de los que profesan ser cristianos se indignarán ante tal declaración. Empero, leed las Escrituras y observad con qué frecuencia se dice que el Señor “incitó” el espíritu de cierto rey a hacer esto, le “movió” a hacer eso, y le “estorbó” de hacer aquello.

Debido a que ello se reconoce tan poco y se comprende tan débilmente en nuestros días, citaremos unos cuantos pasajes como prueba. "Yo, también te detuve de pecar contra Mi” (Génesis 20:6). "Yo empero endureceré su corazón (de Faraón), de modo que no dejará ir al pueblo” (Éxodo 4: 21). “Jehová te entregará herido delante de tus enemigos” (Deuteronomio 28: 25). “Y el espíritu de Jehová comenzó a manifestarse en él” (Jueces 13:25). "Y Jehová suscitó un adversario a Salomón" (I Reyes 11:14). "El Dios de Israel excitó el espíritu de del rey de los asirlos (I Crónicas 5:26). "Entonces despertó Jehová contra Joram, el espíritu de los filisteos” (II Crónicas 21:16). "Excitó Jehová el espíritu de Ciro rey de Persia, el cual hizo pasar pregón” (Esdras 1:1). “He aquí que Yo despierto contra ellos a los medos.” (Isaías 13:17). "En millares como la hierba del campo te puse” (Ezequiel 16:7). “He aquí que del aquilón traigo Yo contra Tiro a Nabucodonosor, rey de Babilonia, rey de reyes, con caballos, y carros” (Ezequiel 26:7).

"Entonces Acab envió a todos los hijos de Israel, y juntó los profetas en el monte de Carmelo”. A la luz de las Escrituras mencionadas, ¿qué corazón creyente dudará por un momento de que fue el Señor quien "dio voluntad” a Acab en el día de Su poder; voluntad incluso para obedecer a aquel a quien odiaba más que a ningún otro? Y cuando Dios obra, lo hace por ambos lados; El que inclinó al rey impío a cumplir las instrucciones de Elías, llevó, no sólo al pueblo de Israel, sino también a los profetas de Baal a cumplir con el pregón de Acab, porque ti dirige a sus enemigos, además de sus amigos. El pueblo en general se reunió, -probablemente, con la esperanza de ver descender lluvia a la llamada de Elías, mientras que los falsos profetas seguramente consideraron con desdén el hecho de que fueran requeridos a ir al Carmelo por orden de Elías a través de Acab.

La nación habla de ser restaurada (al menos externa y manifiestamente) antes de que el juicio pudiera ser quitado, debido a que la condenación divina les había sido infligida como consecuencia de la apostasía, y como testimonio contra la idolatría. La prolongada sequía no había producido cambio alguno, y el hambre consiguiente no había llevado el pueblo a Dios. Por lo que podemos deducir de la narración inspirada, el pueblo, con pocas excepciones, estaba tan aferrado a sus ídolos como antes; cualesquiera que fuesen las convicciones y las prácticas del remanente que no habla doblado su rodilla ante Baal, estaban tan temeroso de expresarlo públicamente (por miedo a ser muerto) que Elías no conocía ni siquiera su existencia. No obstante, no podía esperarse ningún favor de Dios hasta que el pueblo volviera a la obediencia.

"Debían arrepentirse y volverse de sus ídolos, de otro modo no había nada que pudiera evitar el juicio de Dios. Aunque Noé y Samuel y Job hubieran intercedido, no hubieran inducido al Señor a retirarse del conflicto. Hablan de abandonar los ídolos y tornarse a Jehová.” Estas palabras fueron escritas hace casi un siglo; con todo, son tan verdaderas y pertinentes ahora como entonces, por cuanto enuncian un principio permanente. Dios jamás cerrará los ojos al pecado ni disculpará la maldad. Tanto si imparte su juicio a un individuo como si lo hace a una nación, aquello que le ha desagrada do ha de rectificarse antes de que su favor pueda ser restablecido. Es inútil orar pidiendo su bendición mientras nos negamos a dejar lo que ha producido su maldición. Es en vano que hablemos de ejercitar fe en las promesas de Dios hasta que hayamos ejercitado arrepentimiento por nuestros pecados. Nuestros ídolos han de ser destruidos antes de que Dios acepte de nuevo nuestra adoración.