EL PECADOR DESCUBIERTO
"Y oyendo Acab que Nabot era muerto, levantóse para descender a la viña de Nabot de Jezreel, para tomar posesión de ella” (I Reyes 21:16). El objeto codiciado (véase el v. 2) había de ser tomado. Su dueño legitimo estaba muerto, asesinado de modo brutal con la aquiescencia de Acab; y siendo el rey, ¿quién podía privarle de disfrutar de la ganancia mal adquirida? Imagínatelo deleitándose en su nueva adquisición, planeando el modo de usarla sacándole el máximo provecho, y prometiéndose gran placer al ampliar los terrenos del palacio. A los hombres les es permitido gozar hasta tal punto de su impiedad, que a veces los que lo ven han de preguntarse si existe realmente la justicia y si, después de todo, es verdadera. Si hubiera un Dios, dicen, que ama la justicia y posee el poder para evitar la injusticia flagrante, no presenciaríamos semejantes agravios infligidos a los inocentes, ni semejante triunfo de los impíos. Este no es un problema nuevo, sino que se ha dado una y otra ve en la historia de este mundo; un mundo que yace en la impiedad. Este es uno de los elementos misteriosos que se derivan del conflicto entre el bien y el mal; y es una de las pruebas más severas de nuestra fe en Dios y en su gobierno de este mundo.
El hecho de que Acab tomara posesión de la viña de Nabot nos recuerda una escena descrita en Daniel S. Allí vemos a otro rey, Belsasar, rodeado de los nobles de su corte, participando de un gran banquete. Dio orden de que los vasos de oro y plata que su padre había sacado del templo de Jerusalén le fueran traídos. Su mandato fue obedecido y los vasos fueron llenados de vino del que bebían sus mujeres y concubinas. ¡Imagínate: los utensilios sagrados de la casa de Jehová usados para tal fin! Qué extraordinario que se permitiera a un gusano de la tierra llegar hasta extremos tales de presunción e impiedad. Pero el Altísimo no ignoraba ni era indiferente ante semejante conducta. El rango de un hombre no le libra de la ira divina ni le ofrece ninguna protección contra ella cuando Dios se dispone a descargarla. No habla nadie en Samaria que pudiera impedir el que Acab tomara posesión de la viña de Nabot, ni nadie en Babilonia que pudiera oponerse a que Belsasar profanara los vasos del templo de Israel, pero habla Uno en los cielos que podía y que les llamó a juicio.
“Porque no se ejecuta luego sentencia sobre la mala obra, el corazón de los hijos de los hombres está en ellos lleno para hacer mal” (Eclesiastés 8:11). Debido a que la retribución no alcanza de modo inmediato a los inicuos, éstos endurecen todavía más sus corazones, hasta la temeridad, pensando que el juicio nunca les llegará. En ello yerran, por cuanto lo único que hacen es atesorar para si mismos "ira para el día de la ira y de la manifestación del justo juicio de Dios” (Romanos 2:5). Observa bien esta palabra: "manifestación “. El “justo juicio de Dios” está ahora más o menos yaciente, pero hay una hora establecida, un "día” designado en que se manifestará de modo pleno. La venganza divina viene despacio, pero viene de modo seguro. Y Dios no ha quedado sin testimonio claro de esta verdad. A través del curso de la historia de este mundo, Él ha dado, de vez en cuando, pruebas claras de su "justo juicio” castigando de modo ejemplar a algún rebelde notorio y evidenciando su horror al mismo a la vista de todos los hombres. Así lo hizo con Acab, con Belsasar y con otros muchos; y aunque en la mayoría de los casos el cielo permanezca silencioso y aparentemente impenetrable, esas excepciones son suficientes para demostrar que los cielos gobiernan, y deberían de capacitar al que sufre la injusticia para gozar con paciencia en el alma.
"Entonces fue palabra de Jehová a Elías tisbita, diciendo: Levántate, desciende a encontrarte con Acab rey de Israel, que está en Samaria; he aquí 61 está en la viña de Nabot, a la cual ha descendido para tomar posesión de ella” (vs. 17,18). El Dios vivo, justo, y que odia el pecado, había observado la maldad en la que Acab habla participado voluntariamente, y decidió dictar sentencia contra él usando nada menos que al tisbita austero como portavoz. Profetas de menos experiencia habían sido enviados al rey poco antes por asuntos de menor importancia (20:13, 22., 28); mas en esta ocasión sólo el padre de los profetas fue considerado un agente adecuado. Se requería un hombre de gran valentía y de espíritu intrépido para enfrentarse al rey, acusarle de su crimen horrible y anunciarle la pena de muerte en nombre de Dios. ¿Quién mejor calificado que Elías para llevar a cabo esta empresa formidable y peligrosa? Vemos en ello que el Señor reserva las tareas más difíciles para sus siervos más experimentados y maduros. Se requieren aptitudes especiales para misiones especiales e importantes; y para desarrollar esas aptitudes hay que pasar un aprendizaje muy riguroso. Qué poco se reconocen estos principios en las iglesias hoy en día.
Pero no se nos entienda mal sobre este punto. No son dotes naturales, ni facultades intelectuales, ni lustre educacional a lo, que nos referimos. Era en vano que David saliera al encuentro del gigante filisteo revestido de la armadura de Saúl; lo sabía y la rechazó. No, estamos hablando de gracias espirituales y dones ministeriales. Lo que esta prueba severa requería era fe robusta y la intrepidez que ésta imparte; fe, no en él, sino en su Señor. Fe robusta, por cuanto la normal no hubiera bastado. Y esa fe había sido probada y disciplinada, fortalecida y aumentada en la escuela de la oración y en el campo de batalla de la experiencia. En la aridez de Galaad, en la soledad de Querit y en las necesidades de Sarepta, el profeta había habitado al abrigo del Altísimo, aprendido a conocer a Dios de modo experimental y, comprobado su suficiencia. No era un no vicio falto de preparación el llamado por Jehová a actuar como su embajador en esta ocasión solemne, sino alguien que era fuerte en el Señor y en la potencia de su fortaleza.
Por otro lado, debemos tener cuidado en poner la corona donde corresponde realmente, y atribuir a Dios la honra que le es debida por capacitar y sostener a sus siervos. No tenemos nada que no lo hayamos recibido (I Corintios 4:7), y los más fuertes de nosotros son débiles como el agua cuando Él retira su ayuda de ellos. El que nos llama ha de equiparnos, por cuanto los encargos extraordinarios requieren dones extraordinarios también, que sólo el Señor puede impartir. Asentad en la ciudad de Jerusalén, dijo Cristo a los apóstoles “hasta que seáis investidos de potencia de lo alto” (Lucas 24:49). Los pecadores audaces han de ser reprobados con audacia; empero, esa firmeza y valor han de provenir de Dios. Dijo t 1 a otro de sus profetas: “Toda la casa de Israel son tiesos de frente, y duros de corazón. He aquí he hecho Yo tu rostro fuerte contra los rostros de ellos, y tu frente fuerte contra su frente. Como diamante, más fuerte que pedernal he hecho tu frente; no los temas, ni tengas miedo delante de ellos” (Ezequiel 3:7-9). Así, pues, si vemos a Elías cumpliendo ton presteza este llamamiento, fue porque podía decir: "Yo empero estoy lleno de fuerza del espíritu de Jehová, y de juicio, y de fortaleza, para denunciar a Jacob (Acab) su rebelión” (Miqueas 3:8).
"Levántate, desciende a encontrarte con Acab rey de Israel, que está en Samaria; he aquí él está en la viña de Nabot, a la cual ha descendido para tomar posesión de ella.” Acab no estaba en su palacio, más Dios sabía dónde se encontraba y en qué estaba ocupado. “Los ojos de Jehová están en todo lugar, mirando a los, malos y a los buenos” (Proverbios 153): no hay nada que pueda serle escondido. Acab podía enorgullecerse de que nadie le reprendiera jamás por su conducta diabólica, y de que podía disfrutar de su botín sin impedimento. Pero los pecadores, sean de la clase social que sean, no están nunca seguros. Su maldad sube ante Dios, y Él a menudo los manda buscar cuando menos lo esperan. Que nadie se engañe a sí mismo creyéndose impune por el solo hecho de haber salido airoso en sus planes inicuos. El día del ajuste de cuentas no está lejos, aunque no les llegue en esta vida. Que recuerde esto el que se halla lejos de su casa y de los seres queridos; sepa que está aún bajo la mirada del Altísimo. Que este pensamiento le libre de pecar contra Él y contra sus semejantes. Temed en la presencia de Dios, no sea que se pronuncie contra vosotros alguna sentencia terrible que os haga comprender esta verdad con un poder tal que vengáis a ser causa de terror para vosotros mismos y para los que os rodean.
"Y hablarle has, diciendo: Así ha dicho Jehová: ¿No mataste y también has poseído? Y tornarás a hablarle, diciendo: Así ha dicho Jehová: En el mismo lugar donde lamieron los perros la sangre de Nabot, los perros lamerán también tu sangre, la tuya misina” (Y. 19). El profeta fue enviado con un mensaje nada suave ni tranquilizador. Era suficiente para aterrorizar aun al mismo profeta: ¡cuánto más al culpable Acab! Procedía de Aquél que es Rey de reyes y Señor de señores, el Gobernador del universo, cuyos ojos omniscientes ven todas las cosas, y cuyo brazo omnipotente detiene y castiga a todos los obradores de iniquidad. Era la palabra del que declara: "¿Ocultaráse alguno, dice Jehová, en escondrijos que Yo no lo vea? ¿No hincho Yo, dice Jehová, el cielo y la tierra?” (Jeremías. 23:24). "Porque sus ojos están sobre los caminos del hombre, y ve todos sus pasos. No hay tinieblas ni sombra de muerte donde se encubran los que obran maldad" (Job 34:21, 22). Eran palabras acusatorias que sacaban a la luz cosas escondidas en las tinieblas, y que acusaban a Acab de sus crímenes. Eran, además, palabras condenatorias que le daban a conocer la perdición terrible que alcanzarla, sin ninguna duda, a quien había pisoteado de modo descarado la ley divina.
Estos son los mensajes que nuestra generación degenerada requiere. Es la falta de ellos lo que ha producido la condición terrible en la que se encuentra el mundo. Los predicadores falsos engañaron a los padres, y ahora los hijos han vuelto la espalda a las iglesias. “He aquí que la tempestad de Jehová saldrá con furor; y la tempestad que está aparejada, caerá sobre la cabeza de los malos” (jeremías 23:19). Esta es una figura terrible: la “tempestad” desarraiga árboles, barre casas y siembra la muerte y la desolación a su paso. ¿Qué hijo de Dios puede abrigar duda alguna de que se ha desencadenado una tempestad así en nuestros días? "No se apartará el furor de Jehová, hasta tanto qué haya hecho, y hasta tanto que haya cumplido los pensamientos de su corazón; en lo postrero de los días lo entenderéis cumplidamente” (23:20). ¿Por qué? ¿Cuál es la raíz fundamental de ello? Es ésta: “No envié Yo aquellos profetas, y ellos corrían; Yo no les hablé, y ellos profetizaban” (v. 21); profetas falsos, predicadores a los que Dios jamás llamó y quienes dijeron “mentira” en su nombre (v. 25). Hombres que rechazaron la ley divina, hicieron caso omiso de la santidad divina y silenciaron la ira divina. Hombres que llenaron las iglesias de miembros no regenerados, y luego les entre tuvieron con especulaciones acerca de la profecía.
Fueron los falsos profetas quienes obraron aquella ruina tan grande en Israel, corrompieron el trono e hicieron descender el juicio de Dios sobre la nación. Y así mismo, los falsos profetas corrompieron la cristiandad durante todo el siglo pasado. Hace cincuenta años, Spurgeon levantó su voz y usó su pluma para denunciar el "Movimiento Decadente” de las iglesias y retiró su Tabernáculo de la Unión Bautista. Después de su muerte las cosas fueron rápidamente de mal en peor, y ahora “la tempestad de Jehová” está barriendo la estructura endeble que el mundo religioso levantó. En la actualidad todo está en el crisol, y sólo el oro puro soportará la prueba ardiente. ¿Qué pueden hacer los verdaderos siervos de Dios? Levantar sus voces: “Clama a voz en cuello, no te detengas” (Isaías 58:1). Haz como Elías: denuncia el pecado en todas partes sin temor.
¿Es éste un mensaje agradable de pronunciar? No, ni muchísimo menos. ¿Un mensaje agradable para los que lo oigan? No, sino todo lo contrario. No obstante, es un mensaje penosamente necesario y criminalmente arrinconado. ¿Predicó el Señor Jesús en el templo un sermón acerca del amor de Dios, mientras su recinto sagrado se convertía en una cueva de ladrones? Así y todo, eso es lo que miles de aquellos que se dicen sus siervos han estado haciendo durante las dos o tres últimas generaciones. El Redentor, con sus ojos centelleantes y con un azote en su mano, echó de la casa de su Padre a los traficantes que la habían contaminado. Los que eran siervos verdaderos de Cristo se negaron a usar métodos carnales para añadir a la membresía muchos que profesaban creer de modo nominal solamente. Los verdaderos siervos de Cristo proclamaron los requisitos invariables del Dios santo, insistieron sobre el cumplimiento de la disciplina bíblica y abandonaron el pastorado cuando sus rebaños se rebelaron. Las potestades religiosas se alegraron de verles partir, mientras que sus compañeros en el ministerio, lejos de procurar fortalecerles, hicieron todo cuanto pudieron para perjudicarles y no se preocuparon si les vieron morir de hambre.
Pero aquellos siervos verdaderos de Cristo eran pocos en número, una minoría insignificante. La gran mayoría de los “pastores” eran mercenarios, contemporizadores que querían conservar a toda costa un empleo fácil y lucrativo. Templaron las velas con cuidado y omitieron deliberadamente en sus sermones cualquier cosa que pudiera ser desagradable a sus, oyentes impíos. Aquellos en sus congregaciones que eran hijos de Dios hambreaban de la Palabra de Dios, aunque fueron pocos los que se atrevieron a reconvenir a sus pastores, y siguieron la política de ofrecer la menor resistencia posible. El pasaje que hemos mencionado antes declara: "Y si ellos hubieran estado en mi secreto, también hubieran hecho oír mis palabras a mi pueblo; y les hubieran hecho volver de su mal camino, y de la maldad de sus obras” (Jeremías 23:22). Pero no lo hicieron, y “he aquí que la tempestad de Jehová saldrá con furor; y la tempestad que está aparejada”. ¿Puede ello extrañarnos? Dios no puede ser burlado. Son las iglesias las responsables de ello; y no hay denominación alguna, ni grupo, ni círculo de comunión que pueda alegar ser inocente.
“Y Acab dijo a Elías: ¿Me has hallado, enemigo mío?-" (v. 20). ¡Qué consternación debía de apoderarse del rey al verle! El profeta debía de ser la última persona a la que esperara o deseara ver, creyendo que la amenaza de Jezabel le habría asustado y que no le molestaría más. Quizá Acab pensó que habla huido a algún país lejano o que, por aquel entonces, estaría ya muerto y enterrado; mas, ahí estaba, delante de él. El rey evidentemente se asustó y desalentó al verle ante si. Su conciencia debía de herirle por su maldad infame, y el lugar mismo en el que se encontraron no debía sino aumentar su malestar. Por consiguiente no debía de poder mirar al tisbita sin sentir terror y sin el presagio espantoso de que se le acercaba alguna amenaza temible de Jehová. Asustado y enojado gritó: "¿Me has hallado?” ¿He sido descubierto? Un corazón culpable no puede jamás gozar de paz. Si no hubiera sido consciente de cuánto merecía el mal de mano de Dios, no hubiera saludado a su siervo como "enemigo mío". Fue porque su corazón le acusaba de ser enemigo de Dios que se desconcertó de tal modo al enfrentarse a su embajador.
"Y Acab dijo a Elías: ¿Me has hallado, enemigo mío?” Ésta es la recepción que el siervo fiel de Dios ha de esperar de los impíos, principalmente de los que profesan la religión pero que, no obstante, permanecen no regenerados. Le consideran como un agitador de la paz, un alborotador de los que desean vivir confortablemente con sus pecados. Los que se ocupan en hacer el mal se enojan con el que los descubre sea un ministro del Evangelio o un policía. Odian las Escrituras porque exponen su hipocresía. El impenitente considera como amigos a aquellos que hablan de modo suave y que les ayudan a engañarse a sí mismos. “Ellos aborrecieron en la puerta al reprensor, y al que hablaba lo recto abominaron” (Amós 5:10). Fue por ello que el apóstol declaró: "Si todavía agradara a los hombres, no sería siervo de Cristo” (Gálatas 1:10) -¡qué pocos siervos de Cristo quedan!-. El deber del ministro es ser fiel a su Señor, y si le agrada a Él, ¿qué importa si todo el mundo religioso le desprecia y le detesta? Bienaventurados aquellos a los cuales el mundo ultraja a causa de Cristo.
Al llegar a este punto quisiéramos decir algo a los jóvenes que piensan seriamente entrar en el ministerio. Abandona tal propósito en seguida si no estás dispuesto a que te traten con desprecio y a ser "corno la hez del mundo, el deshecho de todos hasta ahora” (I Corintios 4:13). El servicio de Cristo es el último lugar para aquellos que desean ser alabados por sus semejantes. Un ministro joven se quejaba a otro de más edad, diciendo: "Los miembros de mi iglesia me tratan como si fuera el felpudo de la puerta; todos me pisotean”, a lo cual el otro contestó: “Si el Hijo de Dios condescendió a ser la puerta, no es pedirte demasiado que tú seas el felpudo.” Si no estás dispuesto a que los ancianos y los diáconos se limpien en ti los zapatos, apártate del ministerio. Y a los que ya están en él, diremos: A menos que tu predicación provoque contienda y acarree persecuciones y rebeldía contra ti, algo muy importante le falta. Si tu predicación es enemiga de la hipocresía, de la carnalidad, de la mundanalidad, de la profesión vacía de fe y de todo lo que es necesario a la piedad vital, serás considerado como enemigo de aquellos a los que te opones.
“Y él respondió: Hete encontrado.” Elías no era un hombre temeroso. Necesitaba muchísimo más que una palabra áspera para amedrentarse o impacientarse. Por ello, lejos de dolerse y volverse con mala cara, respondió como un hombre. Respondió a Acab con sus mismas palabras, y dijo: "Hete encontrado.” Te he encontrado como el ladón y el asesino en la viña de otro. Es buena cosa que el que se condena a sí mismo califique al siervo de Dios de "enemigo”, por cuanto ello muestra que el predicador ha dado en el blanco, su mensaje ha llega do a la conciencia. "Saber que os alcanzará vuestro pecado" (Números 32:23), dice Dios; y Adán, Caín, Acán, Acab, Giezi y Ananías pudieron comprobarlo. Que nadie piense que escapará de la retribución divina: sí el castigo no llega en esta vida, llegará con toda seguridad en la venidera, a no ser que dejemos de luchar contra Dios y nos refugiemos en Cristo. "He aquí, el Señor es venido con sus santos millares a hacer juicio contra todos, y a convencer a todos los impíos de entre ellos tocante a todas sus obras de impiedad que han hecho impíamente, y a todas las cosas duras que los pecadores impíos han hablado contra Él (Judas 14,15).