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BERESHIT ELOHIM MINISTERIO

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FRENTE A ACAB

27.03.2014 17:30

 

En los capítulos precedentes hemos visto a Elías siendo llamado de modo repentino a comparecer ante el rey impío de Israel, y a pronunciar la temible sentencia de juicio, a saber, “no habrá lluvia ni rocío en estos años, sino por mi palabra" (I Reyes 17:1). Después de pronunciar este solemne ultimátum, y obedeciendo a su Señor, se retiró de la escena de la vida pública y pasó parte del tiempo en la soledad junto al arroyo de Querit, y parte en el humilde hogar de la viuda de Sarepta, siendo sus necesidades en ambos lugares suplidas milagrosamente por Dios, quien no permite que nadie salga perdiendo al cumplir sus órdenes. Pero había llegado la hora de que este intrépido siervo del Señor saliera y se enfrentara una vez más con el monarca idólatra de Israel. "Fue palabra de Jehová a Elías en el tercer año, diciendo: Ve, muéstrate a Acab” (I Reyes 18:1).

En el capítulo anterior, contemplamos los efectos que la prolongada sequía había causado en Acab y sus súbditos efectos que ponían en triste evidencia la depravación del corazón humano. Está escrito: “Su benignidad (la de Dios) te guía a arrepentimiento” (Romanos 2:4); y: “Luego que hay juicios tuyos en la tierra, los moradores del mundo aprenden justicia” (Isaías 26:9). Cuán a menudo vemos citadas estas palabras como si fueran afirmaciones absolutas e incondicionales, y qué poco se citan las palabras que siguen inmediatamente; en el primer caso: “Mas por tu dureza y por tu corazón no arrepentido atesoras para ti mismo ira para el día de la ira"; y en el segundo: “Alcanzará piedad el impío, y no aprenderá justicia; en tierra de rectitud hará iniquidad, y no mirará a la majestad de Jehová". ¿Cómo podemos entender estos pasajes?; por cuanto, para el hombre natural, parecen revocarse a sí mismos, y la segunda parte de la referencia de Isaías parece contradecir llanamente la primera.

Si se comparan las Escrituras con las mismas Escrituras, se verá que cada una de las declaraciones citadas tiene un ejemplo claro y definido. Por ejemplo, ¿no era el sentimiento de la bondad M Señor -su “misericordia" y “la multitud de sus piedades"- lo que llevó a David al arrepentimiento y le hizo exclamar: "Lávame más y más de mi maldad, y límpiame de, mi pecado” (Salmo 51:1,2)? Y asimismo, ¿no fue la comprensión de la bondad del Padre -el que hubiera "abundancia de pan” en su casa- lo que llevó al hijo pródigo al arrepentimiento y a confesar sus pecados? Así también, fue cuando los juicios de Dios eran sobre la tierra -hasta tal punto que se nos dice: "En aquellos tiempos no hubo paz, ni para el que entraba, ni para el que salía, sino muchas aflicciones sobre todos los habitadores de las tierras. Y la una gente destruía a la otra, y una ciudad a otra ciudad: porque Dios los conturbó con todas calamidades” (II Crónicas 15:5,6) -que Asa (en respuesta a la predicación de Azarías) “quitó las abominaciones de toda la tierra... y reparó el altar de Jehová... y entraron en concierto (Asa y sus súbditos) de que buscarían a Jehová el Dios de sus padres, de todo su corazón” (vs. 8-12). Véase también Apocalipsis 11:15.

Por otro lado, cuántos casos se registran en la Sagrada Escritura de individuos y pueblos que fueron objeto de la bondad de Dios en grado sumo, disfrutando tanto de Sus bendiciones temporales como espirituales de modo ¡limitado, y quienes, a pesar de ser as¡ privilegiados, estaban lejos de ser afectados debidamente por tales beneficios y de ser llevados al arrepentimiento, por las mismas, antes por el contrario, sus corazones eran endurecidos y las misericordias de Dios profanadas: "Engrosó Jesurún, y tiró coces” (Deuteronomio 32:15); véase Oseas 13:6. Asimismo, cuán a menudo leemos en la Escritura que Dios visita con sus juicios a los individuos y las naciones sólo para ilustrar la verdad de aquellas palabras: “Jehová, bien que se levante tu mano, no ven” (Isaías 26:11). Un ejemplo notable se halla en la persona de Faraón, quien después de cada plaga endureció su corazón más aun y continuó desafiando a Jehová. Quizá el caso de los judíos es incluso más notable, pues siglo tras siglo el Señor les ha infligido los juicios más penosos, y ellos no han aprendido todavía la justicia por medio de los mismos. ¿No hemos presenciado demostraciones sorprendentes de estas verdades en nuestros propios días? Los favores divinos eran recibidos como cosa natural, es más, eran considerados más como el fruto de nuestra propia laboriosidad que de la misericordia divina. Cuanto más han prosperado las naciones, más, han perdido de vista a Dios.

¿Cómo hemos de entender, pues, estas afirmaciones divinas: "Su benignidad te guía a arrepentimiento “ y "Luego que hay juicios tuyos en la tierra, los moradores del mundo aprenden justicia”? Es obvio que no hay que tomarlos de modo absoluto y sin modificación. Han de entenderse con este requisito: que el Dios soberano quiera santificarlos en nuestras almas. El designio ostensible (mejor dicho, secreto e invencible) de Dios es que las muestras de su bondad llevaran a los hombres al sendero de la justicia; tal es su naturaleza, y tales deberían ser sus resultados en nosotros. Con todo, el "hecho es que ni la prosperidad ni la adversidad por si mismas producirán jamás esos resultados benéficos, porque, si las dispensaciones divinas no son santificadas de modo expreso en nosotros, ni sus mercedes ni sus castigos obrarán en nosotros mejora alguna.

Los pecadores endurecidos "menosprecian las riquezas de su benignidad, y paciencia”; la prosperidad les hace menos dispuestos a recibir la instrucción de la justicia, y aunque los medios de la gracia (la predicación fiel de la palabra de Dios) están a su alcance en abundancia, siguen profanos y con los ojos cerrados a toda revelación de gracia divina y de santidad. Cuando la mano de Dios se levanta para administrar reprensión suave, la desprecian; y cuando inflige venganza más terrible, endurecen sus corazones a la misma. Siempre ha sido así. Só1o cuando Dios se complace en obrar en nuestros corazones, así como ante nuestros ojos; sólo cuando se digna bendecir sus intervenciones providenciales en nuestras almas, es que se imparte en nosotros una disposición dócil, y somos llevados a reconocer la justicia de sus castigos y a enmendar nuestros caminos. Cuando los juicios divinos no son santificados de modo definitivo en el alma, los pecadores siguen sofocando la convicción de pecado y abalanzándose en su desafío, hasta ser consumidos por la ira del Dios santo.

Quizá alguien preguntará qué tiene todo esto que ver con el tema que estamos tratando. La respuesta es: mucho en todos los sentidos. Sirve para probar que la perversidad terrible de Acab no era algo excepcional al mismo tiempo que explica el porque no le afectó en lo más mínimo la terrible visitación del juicio de Dios sobre sus dominios. Se había cernido sobre el país una sequía total que continuó por espacio de tres años de modo que "habla a la sazón grande hambre en Samaria” (1 Reyes 18:2). Éste era, en verdad, un juicio divino; más, ¿aprendieron el rey y sus súbditos, justicia por él? ¿Les dio ejemplo el soberano, humillándose bajo la ' poderosa mano de Dios, reconociendo sus transgresiones perversas, quitando los altares de Baal y restaurando el culto a Jehová? ¡No!, sino que, lejos de ello, permitió durante este tiempo que su malvada mujer destruyera los profetas del Señor (184), añadiendo iniquidad a la iniquidad y mostrando las tremendas profundidades de maldad en las que el pecador caerá a menos que sea detenido por el poder moderador de Dios.

"Y dijo Arab a Abdías: Ve por el país a todas las fuentes de aguas, y a todos los arroyos; que acaso hallaremos grama con que conservemos la vida a los caballos y a las acémilas, para que no nos quedemos sin bestias” (I Reyes 18:5). De la misma manera que una paja lanzada al aire revela la dirección del viento, así también estas palabras revelan el estado del corazón de Acab. No había lugar en sus pensamientos para el Dios vivo, ni le inquietaban los pecados que habían sido causa del enojo de Dios sobre el país. Ni tampoco parece haberse preocupado lo más mínimo por sus súbditos, cuyo bienestar -después de la gloria de Dios- debía haber sido su principal ocupación. No, sus aspiraciones no parecen haberse elevado más allá de las fuentes y los arroyos, los caballos y las acémilas, de que las bestias que aún le quedaban pudieran salvarse. Esto no es evolución, sino degeneración, por cuanto si el corazón se descarría de su Hacedor su dirección es siempre hacia abajo.

A la hora de su necesidad más honda, Acab no se volvió humildemente a Dios, porque era un extraño para él. El objetivo que le absorbía por completo era la hierba; si ésta podía encontrarse, no le importaba nada todo lo demás. Si hubiera podido encontrarse comida y bebida, hubiera podido disfrutar en el palacio y gozar de la compañía de los profetas idólatras de Jezabel, pero los horrores del hambre le hicieron salir. Con todo, en vez de pensar en las causas de ella para rectificarlas, busca sólo un alivio temporal. Se había vendidos a sí mismo para obrar iniquidad, y se habla convertido en esclavo de una mujer que odiaba a Jehová. ¡Ah, lector querido!, Acab no era un gentil, un pagano, sino un israelita privilegiado; pero se había casado con una idólatra y se había prendado de sus falsos dioses. Había naufragado de su fe y era llevado a la destrucción. ¡Qué terrible es dejar al Dios vivo y abandonar el Refugio de nuestros padres!

"Y partieron entre sí el país para recorrerlo: Acab fue de por si por un camino, y Abdías fue separadamente por otro” (v 6). La razón de este proceder es clara: yendo el rey en una dirección y el mayordomo en otra, el terreno cubierto era doble que si hubieran ido juntos. Pero, ¿no podemos, también, percibir un significado místico en estas palabras: "¿Andarán dos juntos, si no estuvieren de concierto?” (Amós M). ¿Y qué concierto había entre estos dos hombres? No era mayor que el que existe entre la luz y las tinieblas, Cristo y Belial; pues, mientras el uno era apóstata, el otro temía al Señor desde su mocedad (v. 12). Era propio, pues, que se separaran y tomaran cursos diferentes y opuestos, por cuanto viajaban hacía destinos eternos enteramente distintos. No se considere esta sugerencia como “forzada”, sino, más bien, cultivemos el hábito de buscar el significado espiritual y la aplicación bajo el sentido literal de la Escritura.

"Y yendo Abdías por el camino, topóse con Elías” (v. 7). Ello, verdaderamente, parece confirmar la aplicación mística hecha del versículo anterior, porque hay, sin duda, un sentido espiritual en lo que acabamos de citar. ¿Cuál era “el camino” por el que Abdías andaba? Era la senda del deber, el camino de la obediencia a las órdenes de su amo. Ciertamente, la tarea que estaba llevando a cabo era humilde: buscar hierba para los caballos y las mulas; así y todo, éste era el trabajo que Acab le habla asignado, ¡y mientras cumplía la palabra del rey fue recompensado encontrando a Elías! En Génesis 24:27 hay un caso paralelo, cuando Eliezer, cumpliendo las instrucciones de Abraham, encontró la doncella que Dios había seleccionado para ser la esposa de Issac: "Guiándome Jehová en el camino a casa de los hermanos de mi amo.” Así fue, también, como la viuda de Sarepta encontró al profeta mientras estaba en el sendero del deber (recogiendo serojas).

En el capítulo anterior consideramos la conversación que tuvo lugar entre Abdías y Elías; no obstante, mencionemos aquí los sentimientos mezclados que debieron de llenar el corazón del primero al encontrarse con tan inesperada como grata visión. Debió de llenarse de temor y deleite al ver a aquél cuya palabra había causado la temible sequía y el hambre que habían desolado casi por completo el país; aquí estaba el profeta de Galaad, vivo y sano, dirigiéndose con calma y solo hacia Samaria. Parecía demasiado bello para ser verdad, y Abdías apenas podía creer lo que veían sus ojos. Saludándole con la deferencia propia, pregunta: “¿No eres tú mi señor Elías?” Aseguránctole su identidad, Elías le envía a informar a Acab de su presencia. Ésta era una ingrata misión; sin embargo, la llevó a cabo con obediencia: “Entonces Abdías fue a encontrarse con. Acab, y dióle el aviso” (v. 16).

 

¿Y qué de Elías mientras esperaba la llegada del rey apóstata? ¿Estaba intranquilo, imaginando al enojado monarca reuniendo alrededor suyo a sus oficiales, antes de aceptar el reto del profeta, y avanzando con odio amargo y muerte en su corazón? No, querido lector, no podemos pensarlo ni por un solo momento. El profeta sabía perfectamente que Aquél que le había guardado tan fielmente, y que había suplido todas sus necesidades de modo tan bondadoso durante la larga sequía, no le abandonarla ahora. ¿No tenía motivo para recordar el modo cómo Jehová apareció a Labán cuando perseguía con ardor a Jatob? “Y vino Dios a Labán arameo en sueños aquella noche, y le dijo: Guárdate que no hables a Jacob descomedidamente”, (Génesis 31:24). Para el Señor era cosa fácil amedrentar el corazón de Acáb e impedirle que matara a Elías, sin importar cuánto deseara hacerlo. Que los siervos de Dios sean fortalecidos con el pensamiento de que ÉI tiene a todos sus enemigos bajo Su dominio, tiene Su brida en sus bocas y los hace volverse como quiere, de modo que no puedan tocar ni un cabello de sus cabezas sin Su conocimiento y permiso.

Elías, pues, esperó la llegada de Acab con espíritu impávido y con calma en el corazón, consciente de su propia integridad y seguro de la protección divina. Bien podían hacer suyas las palabras: “En Dios he confiado: no temeré lo que me hará el hombre. En qué estado de ánimo más distinto debla de estar el rey cuando “vino a encontrarse con EI(as” (v. 16). Aunque estuviera encolerizado contra el hombre cuyo anuncio terrible había sido cumplido exactamente, con todo había de sentir cierto temor de encontrarle. Acab habla sido testigo de su firmeza inflexible y su valor sorprendente, y sabedor de que Elías no se dejaría intimidar por su enojo, tenía razones para temer que esta entrevista no fuera demasiado honrosa para él.

El hecho de que el profeta le buscara, y de que hubiera enviado a Abdías diciendo: "Aquí está Elías", ya debía inquietarle. Los impíos son, por lo general, grandes cobardes; sus propias conciencias les acusan, y, a menudo, les causan mucho recelo cuando están en presencia de algún siervo fiel de Dios, aunque éste ocupe en la vida una posición muy inferior a la de ellos. Así fue con el rey Herodes en relación al precursor de Cristo, por cuanto se nos dice que “Herodes temía a Juan, sabiendo que era varón justo y santo” (Marcos 6:20). De la misma manera, Félix, el gobernador romano, tembló ante Pablo (aunque era un prisionero), cuando el apóstol estaba "disertando de la justicia, y de la continencia, y del juicio venidero” (Hechos 24:25). Que los ministros de Cristo no duden en dar su mensaje con valentía, sin temor al disfavor de los que son más influyentes en sus congregaciones.

"Y Acab vino a encontrarse con Elías”. Era de esperar que, después de haber tenido pruebas tan dolorosas de que el tisbita no era un impostor, sino un verdadero siervo de Jehová cuyas palabras se hablan cumplido exactamente, Acab se habría ablandado, convencido de su pecado y locura, y que se volviera al Señor con arrepentimiento humilde. Pero no, en vez de ir al profeta con el deseo de recibir instrucción espiritual, pidiéndole sus oraciones en su favor, esperó con fervor vengar todo lo que él y sus súbditos habían sufrido. El saludo que le dirigió mostró enseguida el estado de su corazón: "¿Eres di el que alborotas a Israel?” (v. 17); ¡qué contraste con el saludo que le dirigió el piadoso Abdías! Ni una palabra de contrición salió de los labios de Acab. Endurecido por su pecado, “teniendo cauterizada la conciencia', dio salida a su obcecación y su furor.

“Dijole Acab: ¿Eres tú el que alborotas a Israel?” No hay que considerar estas palabras como un estallido desmesurado, como la expresión petulante de una represalia repentina, sino más bien como indicación del estado miserable de su alma, por cuanto “de la abundancia. del corazón habla la boca". Era el antagonismo declarado entre el mal y el bien; el silbido de la simiente de la serpiente contra un miembro de Cristo; el rencor desatado del que se sentía condenado en la presencia del justo. Años más tarde, hablando de otro siervo devoto de Dios cuyo consejo consultó Josafat, este mismo Acab dijo: “Le aborrezco, porque nunca me profetiza bien, sino solamente mal” (22:8). Así pues, esta acusación de Acab contra el carácter y la misión de Elías era un tributo a su integridad, por cuanto no hay testimonio más elevado de la fidelidad de los siervos de Dios que el producir el fuerte odio de los Acabs que los rodean. 

 


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