LA CONFIANZA DE LA FE
"Y tomando Elías doce piedras, conforme al número de las tribus de los hijos de Jacob, al cual había sido palabra de Jehová, diciendo: Israel será tu nombre” (I Reyes 18:31). Esto era a la vez sorprendente y bendito, por cuanto era ocupar e¡ lugar de la fe en contra de las evidencias de la vista. En aquella asamblea estaban presentes sólo los súbditos de Acab, y en consecuencia, miembros de las diez tribus solamente. Pero Elías tomó doce piedras para construir el altar, dando a entender que iba a ofrecer sacrificio en nombre de toda la nación (véase Josué 4:20; Esdras 6:17). De este modo testificó de su unidad, de la unión existente entre Judá y las diez tribus. El objeto de su adoración habla sido originalmente uno, y así había de ser ahora. Elías, pues, vela a Israel desde el punto de vista divino. En la mente de Dios la nación era una, y así habla aparecido ante ÉL desde toda la eternidad. Externamente habla ahora dos; empero el profeta omitía tal división; andaba por fe, no por vista (II Corintios 5:7). En esto es en lo que Dios se deleita. La fe es lo que le honra, y, por consiguiente, ÉL siempre reconoce y honra la fe, dondequiera que la halle. Así lo hizo en el Carmelo, y así lo hace en nuestros días. "Señor, auméntanos la fe”.
¿Cuál es la gran verdad simbolizada en este incidente? ¿No es obvia? ¿No hemos de ver más allá del Israel típico y natural el antitípico y espiritual, es decir, la Iglesia, que es el cuerpo de Cristo? ¡Indudablemente! En medio de la dispersión tan extendida que prevalece -los “hijos de Dios” que están “derramados” (Juan 11:52) en medio de las varias denominaciones-, no hemos de perder de vista la unidad mística y esencial M pueblo de Dios. En esto, también, hemos de andar por fe, y no por vista. Hemos de ver las cosas desde el punto (le vista divino: deberíamos mirar la iglesia que Cristo amó y por la cual se entregó a sí mismo, tal como existe en el propósito eterno y en los consejos sempiternos de la bendita- Trinidad. jamás veremos la unidad de la Esposa, la mujer del Cordero (Apocalipsis 21:9), manifestada visiblemente ante nuestros ojos corporales, hasta que la veamos descender del cielo "teniendo la claridad de Dios”. Pero, entretanto, nuestro deber y nuestro privilegio es atenernos al ideal de Dios, percibir la unidad espiritual de los santos y aseverar esa unidad recibiendo en nuestros afectos a todos aquellos que manifiestan algo de la imagen de Cristo. Esta es la verdad inculcada por las "doce piedras" que Elías usó.
"Y tomando Elías doce piedras, conforme al número de las tribus de los hijos de Jacob”. Notemos, también, el modo en que la ley de Dios regulaba las acciones de Elías. El Señor había dado directrices concretas acerca de su altar: “Si me hicieres altar de piedras, no las labres de cantería; porque si alzares tu pico sobre él, tú lo profanarás. Y no subirás por gradas a mi altar, porque tu desnudez no sea junto a él descubierta” (Éxodo 20:25,26). De estricto acuerdo con este estatuto divino, Elías no envió a buscar piedras de una cantera ni que hubiesen sido pulidas por arte humano, sino que usó piedras toscas y sin labrar que yacían en el monte. Tomó lo que Dios había provisto, y no lo que el hombre habla hecho. Obró según el patrón que Dios le dio en las Sagradas Escrituras, por cuanto la obra del Señor ha de hacerse de la manera y según el método designado por Él.
También esto está escrito para nuestra enseñanza. Cada uno de los hechos que tuvieron lugar en esta ocasión, cada detalle del proceder de Elías ha de ser observado y meditado si queremos descubrir qué se requiere de nosotros para que el Señor se muestre fuerte a nuestro favor. Acerca de su servicio, Dios no ha dejado las cosas a nuestra discreción, ni a los dictados de la sabiduría humana ni de la conveniencia. Nos ha suministrado un "dechado” (Hebreos 8:5), y es muy celoso de] mismo y quiere que nos guiemos por él. Todo debe hacerse tal como Dios ha establecido. Así que nos apartamos del patrón de Dios, es decir, así que dejamos de actuar conforme a un "así dice Jehová”, estamos actuando por propia voluntad, y no podemos contar más con su bendición. No debemos esperar "fuego de Dios” hasta que hayamos cumplido plenamente sus requisitos.
En vista de lo que acabamos de mencionar, no es difícil adivinar la razón de que Dios se haya apartado de algunas iglesias, y de que su poder milagroso no se vea obrando en medio de Elías. Es debido a que se ha dejado de modo funesto su “dechado”, a que se han introducido tantas innovaciones, a que se han empleado armas carnales en la lucha espiritual, a que se han adoptado impíamente medios y métodos mundanos. Como consecuencia, el Espíritu Santo ha sido entristecido y apagado. No sólo el que ocupa el púlpito ha de atender al precepto divino y predicar "el pregón que Yo te diré” (Jonás 3:2), sino que, también, el culto todo, la disciplina y la vida de la iglesia han de regirse por las directrices que Dios ha dado. El sendero de la obediencia es prosperidad espiritual y bendición, mientras que el camino del que busca hacer su propia voluntad y obrar en su propio interés es el de la impotencia y la derrota.
"Edificó con las piedras un altar en el nombre de Jehová; después hizo una reguera alrededor del altar, cuanto cupieran dos sacos de simiente” (v. 32). Tomad nota de ello: “Edificó un altar en el nombre del Señor”, es decir, por su autoridad y para su gloria. Así debería ser siempre por lo que se refiere a nosotros: "Todo lo que hacéis, sea de palabra, o de hecho, hacedlo todo en el nombre del Señor Jesús” (Colosenses 3:17). Esta es una de las reglas básicas que deberían guiar todos nuestros actos. Qué diferente sería si todos los que profesan ser cristianos se rigieran por ella. Cuántas dificultades desaparecerían, y cuántos problemas se resolverían. El creyente joven se pregunta a menudo si la práctica de esto o aquello está bien o mal. Pruébese todo en esta piedra de toque: ¿Puedo pedir la bendición de Dios sobre ello? ¿Puedo hacerlo en el nombre del Señor? Si no es así, entonces es pecaminoso. ¡Cuánto se hace en la cristiandad en el nombre santo de Cristo que ÉL nunca ha autorizado, que le es gravemente deshonroso y que es hedor a su olfato! “Apártese de iniquidad todo aquel que invoca el nombre de Cristo” (II Timoteo 2:19).
"Compuso luego la leña, y cortó el buey en pedazos, y púsolo sobre la leña" (v. 33). También en ello vemos de qué modo tan estricto se atuvo Elías al patrón que la Escritura le ofrecía. El Señor, por medio de Moisés, habla dado órdenes referentes al holocausto, diciendo: "Y desollará el holocausto, y lo dividirá en sus piezas. Y los hijos de Aarón sacerdote pondrán fuego sobre el altar, y compondrán la leña sobre el fuego. Luego los sacerdotes, hijos de Aarón, acomodarán las piezas, la cabeza y el redaño, sobre la leña que está sobre el fuego” (Levítico 1:6-8). Esos detalles del proceder de Elías son tanto más dignos de mención debido a lo que se nos dice acerca de los profetas de Baal en esta ocasión: no se dice que compusieran la leña, ni que dividieran el buey en piezas y las acomodaran sobre la leña, sino, simplemente, que "aprestáronlo, e invocaron en el nombre de Baal” (v. 26). Es en estas “pequeñas cosas”, como las llaman los hombres, que vemos la diferencia entre el verdadero y el falso siervo de Dios.
“Compuso luego la leña, y cortó el buey en pedazos, y púsolo sobre la leña". ¿No contiene ello una lección importante para nosotros, también? La obra del Señor no ha de llevarse a cabo sin cuidado y con prisas, sino con gran precisión y reverencia. Si somos ministros de Cristo, pensemos al servicio de quién estamos. ¿No tiene derecho el Señor a lo mejor de nosotros? Cómo necesitamos procurar con diligencia presentarnos a Dios aprobados, si queremos ser obreros que no tienen de qué avergonzarse (II Timoteo 2:15). Qué terribles palabras las de jeremías 48:10: "Maldito el que hiciere engañosamente la obra de Jehová”. Así, pues, busquemos gracia para escapar de esta maldición al preparar nuestros sermones (o escritos) o cualquier cosa que hagamos en el nombre de nuestro Maestro. Penetrante en verdad es la afirmación de Cristo: "El que es fiel en lo muy poco, también en lo más es fiel; y el que en lo muy poco es injusto, también en lo más es injusto” (Lucas 16:10). Cuando nos ocupamos en la obra del Señor, no sólo implicamos la gloria de Dios de modo inmediato, sino también la felicidad o la desdicha eternas de las almas inmortales.
"Hizo una reguera... y dijo: Henchid cuatro cántaros de agua, y derramadla sobre el holocausto y sobre la leña. Y dijo: Hacedlo otra vez; y otra vez lo hicieron. Dijo aún: Hacedlo la tercera vez; e hiciéronlo la tercera vez, de manera que las aguas corrían alrededor del altar; y había también henchido de agua -la reguera” (vs. 32-35). ¡Qué tranquilo y serio era su método! No habla prisas ni confusión: todo era hecho “decentemente y con orden”. No trabajó bajo el temor del fracaso, sino que estaba seguro del resultado. Algunos han preguntado dónde podía conseguirse tanta agua después de tres años de sequía, empero ha de recordarse que el mar estaba muy cerca, y sin duda la trajeron de allí; doce cántaros en total: una vez más, según el número de las tribus de Israel.
Antes de seguir adelante, detengámonos a considerar lo grande de la fe del profeta en el poder y la bondad de su Dios. El derramar tanta agua sobre el altar, y el empapar el holocausto y la leña debajo de él, hizo que pareciese totalmente imposible que el fuego pudiera consumirlo. Elías estaba resuelto a que la intervención divina fuera aún más convincente y gloriosa. Estaba tan seguro de Dios que no temió amontonar dificultades en Su camino, sabiendo que no pueden haberlas para el Omnisciente y Omnipotente. Cuanto más improbable fuera la respuesta, más glorificado por ella seria su Señor. ¡Oh, maravillosa fe que se burla de las imposibilidades, y que puede incluso aumentarlas para tener el gozo de ver cómo Dios las vence todas! La fe que Él se deleita en honrar es la osada y emprendedora. Cuán poco de ella vemos hoy en día. Éste es, en verdad, un día de “pequeñas cosas”. Si, es un día en el que abunda la incredulidad. La incredulidad se espanta ante las dificultades, e ingenia el modo de eliminarlas, ¡cómo si Dios necesitara ayuda alguna de nosotros!
"Y como llegó la hora de ofrecerse el holocausto, llegóse el profeta Elías” (v. 36). Al esperar hasta "la hora de ofrecerse el holocausto” (en el templo), Elías dio testimonio de su identificación con los adoradores de Jerusalén. ¿No hay en ello una lección para muchos de los hijos de Dios en el presente día oscuro? Aunque vivan en lugares aislados y lejos de los medios de la gracia, deberían recordar la hora de los cultos semanales y de la reunión de oración, y al mismo tiempo acercarse al trono de la gracia y unir sus peticiones a las de los hermanos allí, en la iglesia de su juventud. Nuestro privilegio santo es tener y mantener comunión espiritual con los santos cuando ya no es posible el contacto físico con ellos. De este modo, los enfermos y los ancianos, también, aunque privados de las ordenanzas públicas, pueden juntarse al coro general en alabanza y acción de gracias. Deberíamos cumplir con este deber y disfrutar de este privilegio de modo especial durante las horas del día del Señor.
“Y como llegó la hora de ofrecerse el holocausto, llegóse el profeta Elías.” Pero hay algo más, algo más profundo y precioso en el hecho de que Elías esperase hasta esa hora en particular. Ese “holocausto” que se ofrecía cada día en el templo de Jerusalén tres horas antes de la puesta del sol, señalaba al holocausto antitípico que iba a ofrecerse en el cumplimiento de los tiempos. El siervo del Señor ocupó su lugar junto al altar que señalaba a la cruz, confiando en el gran sacrificio que el Mesías iba a ofrecer, al venir a la tierra, por los pecados de otros? Cómo necesitamos procurar con diligencia presentarnos a Dios aprobados, si queremos ser obreros que no tienen de qué avergonzarse (II Timoteo 2:15). Qué terribles palabras las de Jeremías 48:10: "Maldito el que hiciere engañosamente la obra de Jehová”. Así, pues, busquemos gracia para escapar de esta maldición al preparar nuestros sermones (o escritos) o cualquier cosa que hagamos en el nombre de nuestro Maestro. Penetrante en verdad es la afirmación de Cristo: "El que es fiel en lo muy poco, también en lo más es fiel; y el que en lo muy poco es injusto, también en lo más es injusto” (Lucas 16:10). Cuando nos ocupamos en la obra del Señor, no sólo implicamos la gloria de Dios de modo inmediato, sino también la felicidad o la desdicha eternas de las almas inmortales.
“Hizo una reguera... y dijo: Henchid cuatro cántaros de agua, y derramadla sobre el holocausto y sobre la leña. Y dijo: Hacedlo otra vez; y otra vez lo hicieron. Dijo aún: Hacedlo la tercera vez; e hiciéronlo la tercera vez, de manera que las aguas corrían alrededor del altar; y había también henchido de agua la reguera” (vs. 32-35). ¡Qué tranquilo y serio era su método! No había prisas ni confusión: todo era hecho “decentemente y con orden”. No trabajó bajo el temor del fracaso, sino que estaba seguro del resultado. Algunos han preguntado dónde podía conseguirse tanta agua después de tres años de sequía, empero ha de recordarse que el mar estaba muy cerca, y sin duda la trajeron de allí; doce cántaros en total: una vez más, según el número de las tribus de Israel.
Antes de seguir adelante, detengámonos a considerar lo grande de la fe del profeta en el poder y la bondad de su Dios. El derramar tanta agua sobre el altar, y el empapar el holocausto y la leña debajo de él, hizo que pareciese totalmente imposible que el fuego pudiera consumirlo. Elías estaba resuelto a que la intervención divina fuera aún más convincente y gloriosa. Estaba tan seguro de Dios que no temió amontonar dificultades en Su camino, sabiendo que no pueden haberlas para el Omnisciente y Omnipotente. Cuanto más improbable fuera la respuesta, más glorificado por ella sería su Señor. ¡Oh, maravillosa fe que se burla de las imposibilidades, y que puede incluso aumentarlas para tener el gozo de ver cómo Dios las vence todas! La fe que É1 se deleita en honrar es la osada y emprendedora. Cuán poco de ella vemos hoy en día. Éste es, en verdad, un día de "pequeñas cosas”. Sí, es un día en el que abunda la incredulidad. La incredulidad se espanta ante las dificultades, e ingenia el modo de eliminarlas, ¡cómo si Dios necesitara ayuda alguna de nosotros!
"Y como llegó la hora de ofrecerse el holocausto, llegóse el profeta Elías” (v. 36). Al esperar hasta “la hora de ofrecerse el holocausto” (en el templo), Elías dio testimonio de su identificación con los adoradores de Jerusalén. ¿No hay en ello una lección para muchos de los hijos de Dios en el presente día oscuro? Aunque vivan en lugares aislados y lejos de los medios de la gracia, deberían recordar la hora de los cultos semanales y de la reunión de oración, y al mismo tiempo acercarse al trono de la gracia y unir sus peticiones a las de los hermanos allí, en la iglesia.de su juventud. Nuestro privilegio santo es tener y mantener comunión espiritual con los santos cuando ya no es posible el contacto físico con ellos. De este modo, los enfermos y los ancianos, también, aunque privados de las ordenanzas públicas, pueden juntarse al coro general en alabanza y acción de gracias. Deberíamos cumplir con este deber y disfrutar de este privilegio de modo especial durante las horas del día del Señor.
“Y como llegó la hora de ofrecerse el holocausto, llegóse el profeta Elías.” Pero hay algo más, algo más profundo y precioso en el hecho de que Elías esperase hasta esa hora en particular. Ese “holocausto” que se ofrecía cada día en el templo de Jerusalén tres horas antes de la puesta del sol, señalaba al holocausto antitipico que iba a ofrecerse en el cumplimiento de los tiempos. El siervo del Señor ocupó su lugar junto al altar que señalaba a la cruz, confiando en el gran sacrificio que el Mesías iba a ofrecer, al venir a la tierra, por los pecados del pueblo de Dios. Elías, lo mismo que Moisés, tenía un interés intenso en ese gran sacrificio, como se desprende del hecho de que, cuando aparecieron con Cristo en el monte de la transfiguración, "hablaban de su salida, la cual habla de cumplir en Jerusalén” (Lucas 9:30:31). Al presentar su petición a Dios, Elías lo hizo confiando en la sangre, no del buey, sino de Cristo.
*Y como llegó la hora de ofrecerse el holocausto, llégose el profeta Elías”, es decir, se acercó al altar que habla edificado y sobre el que habla puesto el sacrificio. Aunque esperaba una respuesta por fuego, se allegó sin ningún temor. De nuevo decimos: ¡qué confianza santa en Dios! Elías estaba totalmente seguro de que Aquél al cual servía, y al que ahora estaba honrando, no iba a herirle. Su prolongada estancia junto al arroyo de Querit, y los largos días que pasó en el aposento alto de la casa de la viuda de Sarepta no habían sido en vano. Había redimido el tiempo, porque habitó al abrigo del Altísimo y moró bajo la sombra del Omnipotente, donde aprendió lecciones preciosas que ninguna de las escuelas de los hombres puede impartir. Compañero en el ministerio, permítenos que señalemos que el poder de Dios en las ordenanzas públicas sólo puede adquirirse tomando del poder de Dios en privado. El valor santo ante la gente ha de obtenerse penetrando el alma en el estrado de la misericordia en el lugar secreto.
“Y dijo: Jehová, Dios de Abraham, de Isaac, y de Israel” (V. 36). Ello era mucho más que una referencia a los antepasados de su pueblo, o a los fundadores de la nación. Era mucho más que-una expresión patriótica o sentimental. Era algo que evidenciaba aun más la fortaleza de su fe, y ponía de manifiesto la base sobre la que descar1saba. Era reconocer a Jehová como el Dios del pacto de su pueblo, que como -tal había prometido no abandonarles jamás. El Señor habla establecido un pacto solemne con Abraham (Génesis 17:7,8), que renovó con Isaac y Jacob. El Señor se refirió a este pacto cuando se apareció a Moisés en la zarza ardiendo (Éxodo 3:6; 2:24). Cuando Siria afligía a Israel, en los días de Joacaz, se nos dice que “Jehová tuvo misericordia de ellos, y compadecióse de ellos, y mirólos,'por amor de su pacto con Abraham, Isaac y Jacob” (II Reyes 13:23). La fe activa de Elías en el pacto recordó al pueblo el fundamento de su esperanza y bendición. Qué diferente es cuando podemos acogernos a “la sangre del testamento eterno” (Hebreos 13:20).
"Jehová, Dios de Abraham, de Isaac, y de Israel, sea hoy manifiesto que Tú eres Dios en Israel” (v. 36). Esta era la primera petición de Elías; y nótese bien la naturaleza de la misma, porque pone de manifiesto claramente su propio carácter. El corazón del profeta estaba lleno de celo ardiente por la gloria de Dios. No podía ni pensar en aquellos altares destruidos y en los profetas martirizados. No podía tolerar que el país fuera profanado por la idolatría de aquellos paganos que insultaban a Dios y arruinaban las almas. No se preocupaba de su persona, sino del hecho terrible de que el pueblo de Israel acariciaba la idea de que el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob habla abdicado en favor de Baal. Su espíritu se conmovió en lo más hondo al contemplar de qué modo más vocinglero y grave Jehová habla sido deshonrado. ¡Ojalá nos afectara más íntimamente el modo en que languidece la causa de Cristo en la tierra en nuestros tiempos debido a la incursión del enemigo, y la desolación que ha producido en Sión! Un espíritu de indiferencia, o por lo menos un estoicismo fatalista, está congelando a muchos de nosotros.
El objeto principal de la oración de Elías era que Dios fuese vindicado en ese día, que hiciera conocer su inmenso poder, y que hiciese volver a sí el corazón del pueblo. Es solamente cuando miramos más allá de los intereses personales y abogamos por la gloria de Dios, que alcanzamos el lugar donde Él no nos negará. Pero estamos tan ansiosos por el éxito de nuestro trabajo, y la prosperidad de nuestra iglesia o denominación, que perdemos de vista el asunto infinitamente más maravilloso de la vindicación y el honor de nuestro Maestro. ¿Nos asombra que el círculo donde nos movemos disfrute de tan poca bendición de Dios? Nuestro bendito Redentor nos ha dejado el mejor ejemplo: "No busco mi gloria” (Juan 8-50), declaró Aquél que era "manso y humilde de corazón”. "Padre, glorifica tu nombre” (Juan 12:28), era el deseo dominante de su corazón. Su deseo de que sus discípulos llevaran fruto era porque "en esto es glorificado mi Padre" (Juan 15:8). "Yo te he glorificado en la tierra" (Juan 17:4), dijo Cristo al cumplir su misión. Y ahora afirma: "Todo lo que pidiereis al Padre en mi nombre, esto haré, para que el Padre sea glorificado en el Hijo" (Juan 14:13).
“Sea hoy manifiesto que Tú eres Dios en Israel, y que yo soy tu siervo”. Qué bendito ver a este hombre, por cuya palabra fueron cerradas las ventanas del cielo, por cuyas oraciones resucitó un muerto y ante quien aun el rey se acobardaba, qué bendito, decimos, verle ocupar semejante lugar ante Dios. "Sea hoy manifiesto... que yo soy tu siervo”. Era un lugar subordinado, sumiso, un lugar en el cual estaba bajo órdenes. Un "siervo" es uno cuya voluntad está enteramente rendida a otro, cuyos intereses personales están por completo subordinados a los de su amo, cuyo deseo y gozo es agradar y honrar al que le emplea. Esta era la actitud y la costumbre de Elías: estaba completamente rendido a Dios, buscando su gloria y no la propia. El "servicio cristiano” no consiste en hacer algo por Cristo; es, por el contrario, hacer aquellas cosas que Él ha designado y nos ha señalado a cada uno.
Compañeros en el ministerio, ¿es ésta nuestra actitud? ¿Están nuestras voluntades de tal modo rendidas a Dios que podemos decir en verdad “yo soy tu siervo”? Pero, notemos otra cosa. "Sea hoy manifiesto que... yo soy tu siervo", reconócelo así por la manifestación de tu poder. No basta que el ministro del Evangelio sea el siervo de Dios, ha de ser manifiesto que es tal. ¿Cómo? Por su separación del mundo, por su devoción a su Señor, por su amor y cuidado de las almas, por su incansable labor, por su abnegación y sacrificio personal, por su consumirse y ser consumido en el servicio de otros, y por el sello del Señor en su ministerio. "Por sus frutos los conoceréis”: por la santidad de su carácter y conducta, por la obra del Espíritu de Dios en y por ellos, por el caminar de aquellos que se sientan a sus pies. Cómo necesitamos rogar: "Sea manifiesto que yo soy tu siervo”.